Querida Luci:

Al término de un breve oficio religioso denominado bendición y obligatorio para poder asistir a la proyección, en las tardes de muchos domingos de mi infancia, las películas del oeste en el cine de los salesianos ejercían sobre mis amigos y sobre mí una fascinación tan poderosa que hubiéramos hecho lo que fuera para no perdérnoslas. Y algo queda de aquella magia, lo siento cada vez que se apagan las luces de la sala.

Nada sabíamos acerca de planos, encuadres, interpretación,… solo nos interesaba el hechizo de las imágenes en movimiento y la historia, la historia como un todo. Un relato de buenos y malos ¿Cómo no? que nos transportaba a aquel mundo fantástico que, a un tiempo, se ajustaba bastante a nuestra percepción del mundo real. Aquellas películas del lejano oeste (muchas de ellas –lo descubrimos después- rodadas en la cercana Almería) nos mostraban veloces caballos, cientos de vacas repetidas, desiertos, indios (algunos capaces de morir varias veces en la misma secuencia), un sheriff, una chispa de amor (de mujeres como nunca habíamos visto), un duelo y muchos -¡muchísimos!- tiros. Lo vimos e imaginamos en tantas ocasiones que resultaba sencillo soñar que uno entraba en aquel Saloon de estrechas puertas de vaivén, vestido de pistolero y andares de sobrao, cual alcalde que espera a míster Marshall en una vieja película de Berlanga.

Esa cosa que llaman la educación –tan polisémica ella- a la que muchos se acogen y encomiendan (sin saber muy bien para qué ha de servir) lleva siglos buscando su sitio en las sociedades constituidas por los seres humanos y, en muchas de ellas, para que el educando se tragara la píldora, ha debido reforzarse con arengas militares, misas, deportes, amenazas, cine, juguetes… hasta con gratificaciones económicas. En todas esas circunstancias, los llamados docentes han representado papeles, en los que en ocasiones han resultado brillantes protagonistas y otras, por el contrario, han descompuesto su figura apareciendo tristes e incluso patéticos personajes secundarios.

¿Dónde he leído yo que, la mayoría de las veces, la realidad supera a la ficción? O que hay quien no es capaz de separar el mundo de la certidumbre del de las quimeras…

Asuman de una vez, nos aseguran, que no van a poder con la violencia machista, ni con el acoso escolar, ni con la indiferencia de los jóvenes hacia el saber y que los matones saldrán de la pantalla y dispararán a quemarropa sobre la gente de bien, sin que nada puedan hacer para evitarlo sus trasnochadas pedagogías de pacotilla. Ante tan escatológico presente-futuro, maestras y maestros corren despavoridos sin saber cómo responder a las nuevas exigencias, desde su anticuada formación. Depresiones, negligencias, abandonos,… perdidos andábamos hasta que –rotunda e inconfundible- clamó una voz en medio del caos: ¡Arrancad la cizaña de vuestras escuelas e institutos! ¡Armaos de valor y de pistolas! ¡Disparadles sin piedad! ¡Matadlos!… ¡Acabad con los malvados! Ya no se precisan informes, ni partes, ni amonestaciones, ni tutores, ni mediadores, ni psicólogos,… ¡No más reuniones ni tutorías! ¡Armas! Es lo que demandan –sin saberlo- los nuevos docentes. ¿No se quejan de falta de autoridad? A ver quién les tose ahora. Armados y -¡Cómo Dios!- premiando a los buenos y castigando a los malos… ¡Bienvenido, míster Donald Trump! Qué sería de este mundo sin su clarividencia.

Querida Luci, supongo que en los nuevos planes de estudios de las facultades de Ciencias de la Educación se instruirá acerca de tan revolucionaria e innovadora metodología y que los catálogos de armamento ocuparán un lugar de privilegio en sus anticuadas bibliotecas y, estoy convencido, a los graduados se les facilitará el material, por un precio módico.

El visionario Donald asegura que no es necesario que todos los profesores porten armas, solo los más… no lo dejó muy claro y ahí me perdí.  Por la noche tuve pesadillas: “En el colegio habían retirado el cartel de Sala de profesorado y en su lugar habían colocado otro con grandes caracteres: SALOON. Una comisión de expertos con el sheriff a la cabeza examinaba con descaro a cada uno de los docentes que habían sido (coeducadamente) requeridos: ¡Chicas y chicos, al saloon! Todos debían superar una prueba selectiva: Hacer girar un revólver sobre el dedo índice, mientras se adoptaba cara y pose de John Wayne. Me llegó el turno, me entregaron el arma y, en ese instante, escuché a alguien a mis espaldas: –¡Quien no supere esta prueba, no merece llamarse maestro! Me volví con determinación y, con la misma pistola con que realizaba el examen, le metí un balazo entre ceja y ceja. No pude reconocer al fiambre: La sangre cubría completamente su rostro…” En ese momento desperté sobresaltado. Mal dormí el resto de la noche, convencido de que, armados de razón, somos capaces de cualquier cosa. O incluso sin ella: Simplemente armados.

¡No lo olvides, forastera! Siempre tuyo.