Querida Luci:

Cuando no tenemos algo entre manos, los seres humanos siempre andamos metidos (o nos colocan) entre lo que sea. Existen artistas de entreguerras,… o personas que pasan la vida entre libros, entre pucheros, entre culturas o entre costuras,… o el archiconocido que terminaba cayendo entre Pinto y Valdemoro… y, qué me dices de todos los que saben leer entre líneas.

Hace algunos años conocimos la historia, popularizada por el cine, de alguien que, muy cerca de aquí, se crió y creció entre lobos. Los lobos son animales salvajes, capaces de matar y devorar a un niño en muy poco tiempo. El protagonista de la película del mismo título, sin embargo, no tuvo ninguna dificultad en convivir con ellos, como si se tratase de la cosa más natural y cotidiana con la que un chaval de pocos años hubiera de crecer.

Yo te propongo hablar de otro “entre” que nos afecta a ti y a mí. El nuestro, mucho menos cinematográfico y glamuroso, guarda algunas similitudes con el suceso de la sierra de Cardeña-Montoro. Mi generación (entre otros “entres”) hubo de crecer entre mentiras. Mentiras terribles que, como los lobos, pueden destrozarle la vida a cualquiera y que, sin embargo, hemos convivido con ellas como si nada. Crecimos cargándolas en nuestra cartera de colegial y protegiéndolas a lo largo de nuestra existencia como si contuvieran la piedra filosofal, el santo grial y la panacea de todas las panaceas a la vez.

Cuando yo era niño (y no tan niño) si algo no nos gustaba y poníamos mala cara o iniciábamos un conato de rebeldía, siempre aparecía alguien cercano (y posiblemente bienintencionado) que se encargaba de recordarnos aquello de “¡No hay más chinches que la manta llena!” o nos planteaba el dilema de escoger “Entre el duro o los veinte reales” que (para los solo-euristas que no conocieron o no recuerdan la peseta) aclararé que se trata exactamente de lo mismo. Es decir: ¡No teníamos elección!  No obstante, para mantener la ilusión de que se podía escoger, se acompañaba de “la libertad” de optar entre rosa o turquesa, rojo o azul, negro o blanco, correcto o equivocado, malo o bueno… ¡Qué podíamos hacer! (Hemos hablado de ello en otras ocasiones). Todo pasaba por el filtro del maniqueísmo más cutre y demoledor. Tristemente de rabiosa actualidad.

Solo cuando abandonamos aquella sierra espesa y cerrada, comprendimos que existían otras opciones. Que se podía elegir en la forma de vivir, en el sexo, en las ideas religiosas, en las opciones políticas, en el lugar o lugares de residencia, con quién hacerlo,… algunos, más audaces o más afortunados, lo descubrieron cuando aún tenían posibilidades de poner en práctica su elección. Para otros, este descubrimiento nunca llegó o lo hizo demasiado tarde.

Existe en la actualidad una campaña publicitaria (que pretende simplificar lo que, al parecer, debe ser la tónica de nuestra vida) cuyo sonoro eslogan afirma categórico: “¡Elige todo!” Cuando lo escuché por primera vez -no voy a negarlo- me sonó muy bien. Más tarde, superada la euforia inicial (perfectamente lograda por el publicista) el contenido se fue sedimentando y comprendí que aquel certero mensaje encerraba una mentira muy gorda. La vida me ha enseñado que no se puede tener todo y menos elegirlo todo, sencillamente porque la idea en sí misma encierra un vicio o una contradicción: Si elegimos todo, en realidad no elegimos nada y, en consecuencia, hemos perdido nuestra capacidad de optar. Como antes, pero por otro camino: ¡No tenemos elección!

En esta segunda mentira el ejercicio de ilusionismo consiste en que ante nosotros se despliega un abanico de posibilidades en el que “todo” equivale a lo que el publicista a sueldo de un vendedor de… (Escríbase lo que se desee en los puntos suspensivos. No ha de encontrarse necesariamente en un supermercado) te impulsa a consumir. El programa narrativo puede cumplirlo cualquiera y, por no necesitar, no se precisa ni la libertad de elegir. ¡Ya se ha tomado él la libertad de hacerlo por nosotros! Y como la anterior: ¡Tristemente de rabiosa actualidad!

Querida Luci, he crecido entre mentiras y, no sin dificultades, he sobrevivido. Aunque me cuesta, ahora suelo descubrirlas con mayor celeridad y aunque me hubiera gustado saber y poder prevenir a la generación que me sigue, he aprendido igualmente que, por lo general, este tipo de descubrimientos solo surten efecto, si se producen en cabeza propia. Es duro de asimilar, cuando se es padre y maestro de profesión pero, al final, uno acaba asumiendo que los que más queremos (nuestros hijos y alumnos) también habrán de crecer, ineludiblemente, entre sus propios lobos.

Aceptado lo anterior, reconozco que resulta más útil poner todo el empeño en contribuir a derribar las más peligrosas, en no alimentar a las que pueden hacerse más y más gordas y en no inventar demasiadas mentiras, que hagan daño y obstaculicen el paso a los que nos siguen.

No te miento: ¡Siempre tuyo!