Querida Luci:”, solo por esta vez, cede su sitio a los que, a lo largo de mi vida profesional, fueron mis alumnos y alumnas. Será que -entre otros- ella siempre ha sido ellos y yo siempre el mismo.

A todos los que fueron mis alumnos y alumnas, de manera muy especial a los de Añora.

Supongo que les ocurrirá a cuantos ponen fecha de caducidad a la actividad laboral (treinta y siete años en mi caso) que han desempeñado: Difícilmente se evita echar la vista atrás. Villargordo, Almería, Puente Genil, mi Venta del Charco y Azuel, Pedroche, Villanueva del Duque, El Viso y casi todos los pueblos del valle de los Pedroches, desde los equipos de apoyo… y ¡Añora! Me jubilo y quería que lo supieses por mí.

Llegué al colegio de Añora en septiembre de 1997. Ese curso no se te olvidará porque, en el terreno de lo anecdótico, tuvimos con nosotros a una maestra (doña Susana) que se casó con el campeón olímpico  Fermín Cacho (1500 metros-Barcelona 92), que visitó nuestro centro en más de una ocasión. Aquel año nos incorporamos cinco maestros nuevos con destino definitivo y con la difícil tarea de relevar a una generación de educadores (mayoritariamente noriegos) cuyo nombre y huella perduran.

Por entonces, andaba metido en una ampliación de estudios (psicopedagogía, cursos de doctorado e inscrita una tesis sobre animación a la lectura) y pensaba que no iba a permanecer mucho tiempo en este centro. Poco a poco, casi sin darme cuenta, mis pretensiones de marcharme se fueron diluyendo y comprendí (o me convencisteis) que nada deseaba más que quedarme y desarrollar mi vida profesional en este colegio y en este pueblo, donde se me brindaba la oportunidad de hacer realidad lo que soñé allá por mis veinte años: ¡Ser maestro de escuela!

Me incorporé al Ceip. “Nuestra Señora de la Peña” próximo a cumplir los cuarenta y convencido de que tenía mucho que enseñar y mucho que aportar a nivel didáctico y pedagógico. Hoy, en un balance que no pretende ser minucioso ni preciso, constato que aprendí mucho más que enseñé y que recibí infinitamente más de lo que di. Es verdad que puse toda mi imaginación y mi entusiasmo en lo que hacía, pero no es menos cierto que lo entregué a personas que me lo devolvieron con generosidad a manos llenas.

Quienes os sentabais en mi clase, a veces, participabais de mi sentir o de mis gustos por lo que tuviera que ver con la escuela y otras –me lo decíais a la cara- no teníais el más mínimo interés en nada relacionado con los libros. Mi empeño ha sido que, más allá de eso, todos os sintierais importantes, dentro y nunca al margen de vuestra clase, del tinglado que os tocaba vivir por vuestros pocos años. Que el cociente intelectual, la familia, el ritmo propio de maduración y aprendizaje,… y, por supuesto, una calificación no dejasen a nadie fuera de juego.

Soy una persona con muchas limitaciones y sé que he cometido no pocos errores. Lo lamento de verdad y más si con ellos hice daño o perjudiqué a alguno -¡Te pido humildemente perdón!-. Celebro que hayáis estudiado una carrera o un ciclo formativo o que laboralmente gocéis de una buena posición o que estéis haciendo lo que de verdad os gusta y me entristece si me cuentas que no tienes trabajo o que lo tenías y lo has perdido. No te desanimes, con tu valía, va a llegar –estoy seguro- un momento mejor. Pero esos son vuestros triunfos y vuestras derrotas: Vuestra responsabilidad. La mía fue ayudaros a crecer, sin excepción: A los que pensaban continuar estudios y a los que esperaban impacientes cumplir dieciséis años para no pisar nunca más una escuela. Encontrarme con cualquiera de los que un día se sentaron en mi clase -hoy hombres y mujeres- que me saludan y, sinceramente, se alegran de verme significa mucho más que un ejercicio de nostalgia. Es la mayor recompensa que un maestro puede recibir.

Me voy. Dejo la escuela. ¡Mi escuela! Y esa broma ingenua y tantas veces repetida, este año ya no tendrá sentido: Al contrario que en los últimos veinte años, el próximo curso no voy a repetir 2º de ESO. Hay que hacer sitio a los nuevos maestros. Me marcho sereno, sin aspavientos, con la tranquilidad del que ha cumplido con su deber lo mejor que ha podido y ha sabido y con la suerte de haber coincidido contigo durante los dos cursos en los que el azar -o vaya usted a saber qué- nos colocó frente a frente y, a un tiempo, uno junto al otro. Como el binomio fantástico de Gianni Rodari, con tu nombre y con el mío se ha escrito un relato único y espero que te haya gustado.

Aunque la ortografía, la perspectiva caballera, los controles, la lectura, el cine… nos han ocupado mucho tiempo, entre ellos -afortunadamente- nos hemos regalado consejos, chascarrillos, más de una sonrisa cómplice, comprensión, alguna lágrima,… e intercambiado lecciones de las que no vienen en los libros. Porque, cada mañana de todos estos años, nos hemos levantado, antes que nada, para vivir y en ese ejercicio yo me he ido haciendo viejo. Mi tiempo en el colegio se termina y, antes de que eso suceda, déjame pronunciar una última palabra: ¡Gracias!

Gracias, porque vuestros pocos años me rejuvenecieron y vuestras dudas me ayudaron a reformular mis certidumbres. Gracias, porque vuestras carencias me enseñaron a reconocer las mías y me hicieron más humano. Gracias, porque vuestra alegría mitigó mi pesimismo y vuestras ilusiones apartaron mi vista del pasado y me ayudaron a mirar al porvenir. ¡Gracias!

Sin cumplidos y de corazón: ¡Gracias a mis alumnas y a mis alumnos! Todos y cada uno de vosotros habéis logrado que me sienta muy afortunado por mi profesión y que, cada día, frente a frente, haya valido la pena aprender con vosotros en la escuela.

Juan Bautista Escribano Cabrera

(Maestro de escuela)