Querida Luci:

He desechado varios borradores de esta carta: No acabo de acertar con el momento ni a expresar como quisiera, lo que deseo decirte. Ignoro si son los tiempos o soy yo, o ambos, los que no acabamos de encajar. ¡A quién se le ocurre sacar la maleta en tiempos de confinamiento!

Tengo la impresión de que, ya sea porque hemos dejado de leer, porque concedemos toda nuestra atención a una única cadena de radio o de televisión o a un único comentarista u opinador o porque ahora no perdemos el tiempo en pensar y, como con la comida ya preparada, preferimos que nuestro pensamiento nos lo cocinen otros. Por estas y otras razones, cada vez nos nutrimos más de consignas precocinadas, nos arropamos con la manta que otros nos echan por alto y, en lugar de luchar nuestro sitio en el mundo, nos refugiamos en alguna de las manadas que se nos ofrecen. 

Ya no visitan los pueblos los padres predicadores de antaño y, si lo hacen, el hecho no contiene la relevancia ni repercusión de entonces. Cuentan que, cuando esto constituía un verdadero acontecimiento, unos misioneros acudieron al nuestro y permanecieron unos días llamando a conversión a fieles e infieles del lugar. En aquellos tiempos, existía una estación de ferrocarril de vía estrecha (¡No había otra vía!) y los misioneros se sirvieron de este medio de transporte.

A la hora de la despedida, nadie quería perderse el momentazo. La estación y sus alrededores eran un hervidero de personas que se mostraban agradecidas a quienes se habían roto la voz predicando. Como era costumbre, no faltaban aplausos ni encendidos vítores y a las demandas de: Viva el padre Fulano o el padre Mengano, los asistentes respondían ¡Viva! con todas sus fuerzas. Era cuestión de pulmones y garganta (los equipos de megafonía al alcance de cualquiera son invento reciente) y, en ocasiones, se producían desajustes. Refieren (y aseguran que es rigurosamente cierto) que en un momento de la despedida alguien voceó: “¡Se ha perdido la maleta del padre Sarabia!” a lo que la entregada multitud respondió enardecida: “¡Viva!”. El otro, agitando las manos, volvió a gritar más fuerte: “¡Que digo, que no aparece la maleta del padre Sarabia!” y la multitud: “¡Vivaaa!”. “¡Que si alguien ha visto la maleta del padre Sa-ra-biaaaa!”. “¡Vivaaaaaaaaa!”. Los más cercanos a quien denunciaba la pérdida trataban de aclarar la confusión y coreaban a su vez: ¡La maleta del padre Sarabia! a los que no faltaba su “¡Viva” más clamoroso, convencido el personal de que la cosa iba de ampliar la dosis de sentimiento y pasión. Aún siguió intentándolo durante un rato y cosechando para la susodicha maleta, sinceros aplausos y ¡Vivas! de los asistentes.

Malentendidos como el que se refiere y su comicidad, propia de una película de Berlanga, en apariencia, pertenecen al pasado. No conviene, sin embargo, dar carpetazo al asunto de manera precipitada, sin detenerse un instante y trasladar a nosotros mismos lo que nos provoca hilaridad y sonrojo en la época de nuestros abuelos. A diario en nuestro parlamento (por poner un ejemplo) asistimos a sesiones en las que se debaten asuntos –dicen- de nuestra incumbencia. Los predicadores (quería decir oradores) exponen en la tribuna sus propuestas y puntos de vista, de los que poco a poco va desapareciendo la objetividad, sazonados de palabras gruesas y afilados dardos contra los que no pertenecen a su bancada. Terminadas sus intervenciones son despedidos -¡Exclusivamente por sus afines!- entre palmas y vítores (Aquí sí hemos avanzado, antes todos debíamos pensar lo mismo y todos ser afines). Observando al personal rotundamente convencido y aplaudiendo sin fisuras y fervorosamente en pie, a los suyos, uno sospecha que si, en ese momento, alguien gritara: ¡Se ha perdido la maleta de…! (Escribe el nombre o apellido que prefieras) arrancaría un rotundo ¡Viva! 

Querida Luci, aunque el marco haya cambiado para mejor, he de prestar atención y centrarme en asimilar los textos en su verdadera magnitud y no solo la palabra que me acentúan al final o me escriben destacada en negrita. No vaya a ser que acostumbrados -como estamos- a calentar y servir y aún en tiempos de laicismo (sin predicadores ni vías estrechas) y sobradamente demostrado que eso de la superioridad moral de… no es hereditario, sigamos aclamando a una imagen nostálgica o a una sonrisa impostada que se tornó mascarilla con banderita a la derecha o a la izquierda, según corresponda, y aplaudiendo manoseadas consignas, como credos y regalando enloquecidos vítores a una maleta de la que no conocemos el continente ni el contenido.

¡Ahora dicen que había de todo en la maleta de Maradona! ¡Vivaaa! ¡No llegan en los tiempos marcados las maletas de las Vacunas! ¡Vivaaa! o ¡Ha tardado demasiado en hacer las maletas Donald Trump! ¡Vivaaaaaaaaa!…

Hoy daría uno y mil Vivas, a la maleta sin apellidos. Por una parte, como símbolo de que uno se encuentra en camino, con la certeza de que aún no ha llegado… y, por otra: Tengo verdadera necesidad de echar cuatro cosas dentro y visitar a personas queridas y, en un día como hoy,  conocer algún lugar nuevo de esta tierra grande que es Andalucía.

Maleta en mano y siempre tuyo.

 

Gracias a los que nos hacen la vida más fácil con su trabajo y su esfuerzo generoso. Y a las personas que sufren por la Covid-19, en nuestros pueblos de Los Pedroches, un fuerte abrazo y mucho ánimo.