Una de las primeras reglas de ortografía que aprenden (o tratan de enseñar a) los escolares en España es el uso general de las mayúsculas. Recuerdo el librito “Breve ortografía escolar” que lo enunciaba así: “Se escriben con mayúscula los nombres propios, al empezar un escrito y después de punto. Ej.: José Córdoba, Ebro Ibérica.”

Siempre anduve peleado con ese libro pues, mientras mis compañeros aprendían la ortografía a partir de sus didácticos dictados, yo (zurdo cerrado) me aplicaba en escribir disimuladamente con la –prohibida- mano izquierda o cumplía castigo de coscorrón y hoja de caligrafía con la diestra. En consecuencia, el tal librillo (sin culpa alguna por su parte) siempre me resultó bastante antipático.

Te cuento todo esto porque hace unos días, en la novela “Falcó” de Arturo Pérez Reverte, me encontré con el siguiente parlamento de uno de sus personajes: “A poco que vivas, la vida les quita la letra mayúscula a palabras que antes escribías con ella: honor, patria, bandera,…” Fue una de esas ocasiones en las que comprendes que alguien ha expresado una convicción en la que vives desde hace tiempo, sin ser muy consciente de ello. No es necesario cumplir muchos años para descubrir que tampoco la ortografía es inocente y que, al par que sus reglas y sus ejemplos convencionales, uno debe aprender qué palabras han de escribirse con mayúscula y cuáles son de rango inferior.

En algunas ciudades españolas, he visto castillos o palacetes de miembros de la nobleza cuyas torres resisten desmochadas el paso del tiempo. Son víctimas del valor o de la soberbia de sus dueños que plantaron cara a los reyes de turno. No han desaparecido, sobreviven, pero ya no son las mismas. Algo semejante les ha sucedido a determinadas palabras. Nos bastó vivir para que -de golpe o poco a poco- escogidas voces que, durante años, encabezamos con cuidada mayúscula pasaran a escribirse y a pronunciarse y a definirse como… otra cosa. Los años vividos les bajaron los humos y no soportaron nuestro desdén o nuestra pérdida de la fe o de la ignorancia. Cada cual sabe a qué palabras les retiró el saludo y a cuales les quitó para siempre la mayúscula.

En algunos casos, algo -en apariencia- tan ligero, significó un doloroso proceso. Un duro aprendizaje para el que debe seguir vivo (y no solo sobrevivir). Con la caída de los reyes magos, sucumben cada año, en cascada, cientos de miles de inocencias, de imágenes hermosas, de creencias,… y de mayúsculas. La Elegía a Ramón Sijé (y las que cada uno hemos ido escribiendo) evidencia, de otro modo, lo que digo. Y solo son dos ejemplos.

Querida Luci, que desaparezca la mayúscula, no implica que las palabras mueran o se borren de nuestro cerebro o de nuestra historia, que dejemos de usarlas en nuestras conversaciones o de servirnos de ellas para hacernos entender. Al contrario, permanecen con nosotros y nos obligan a repensar quiénes somos ahora y cómo debemos conducirnos en la nueva configuración del propio universo. Ese es el verdadero reto. Con qué cara te levantas o cómo se ha de vivir a partir de ahora si la Justicia o la Verdad o Dios han perdido –es algo que solo sabe cada uno- la mayúscula. Tal vez, nos paralice el miedo y no tengamos el valor suficiente. Tal vez, nos afanemos desesperadamente en recuperarlas… Tal vez, nos resulte más sencillo tratar de seguir viviendo y conducirnos como cuando determinadas mayúsculas habitaban la Tierra. Podemos hacerlo y, tal vez, podemos engañar a todo el mundo, menos a nosotros mismos.

Incapaz de blandir mi espada (cual aguerrido Santiago mata moros) y desmochar palabras a diestro y siniestro, voy poco a poco y consigo pequeñas –casi inapreciables- victorias que me ayudan a sentirme vivo. Como te he comentado en alguna ocasión, además de las mayúsculas, por el camino se van perdiendo muchas urgencias.

Tu Amigo (la mayúscula se conserva) siempre tuyo.