Las cruces de mayo de Añora constituye, qué decir, uno de los emblemas culturales de esta pequeña población. Un broche de oro de Los Pedroches, Córdoba y toda Andalucía. Una seña de identidad con marchamo fuerte de vivencia. No por ser algo excepcional en la fiesta, que lo es en toda Andalucía y Castilla, sino por la singularidad y personalidad con que se han definido en las décadas del siglo XX. Con el bagaje de intensidad y mayor relumbrón de las décadas pasadas se encuentran, sin embargo, en una encrucijada nada fácil de dirimir. Es cierto que cuentan con el legado de la tradición de una celebración señera de carácter religioso, pero esa impronta de motivación está prácticamente licuada, desaparecida, porque nuestra sociedad no es la tradicional ni existe aquella espiritualidad; ni se viven los capítulos religiosos de la misma manera (estilos de vida…), porque prácticamente han desaparecido. Sobra señalar que la tradición de la fiesta, en la forma, estaba vinculada al ejercicio religioso, espiritual y experiencial del pasado. No obstante, en las últimas décadas las celebraciones se realizan con la prevalencia de algunas formas (no contenidos…) del pasado, como con las cruces, algunos cánticos tradicionales (mayo, mayo, mayo…), reencuentros de vecindad, etc.; pero con el aparato y exorno de un mundo distinto y distante.

No es algo propio de Añora (las nuevas celebraciones), sino la tónica general de las fiestas tradicionales, que se sustentan no pocas veces (si no todas), en auténticas supercherías, que nada tienen que ver con los legados históricos. Esta superposición resulta inevitable, porque las fiestas están acomodadas a los tiempos, nuevas formas de vida, pensamientos e intereses (económicos, sociales, culturales…). La encrucijada festera de Añora no atiende simplemente a la celebración más externa, que en nada se diferencia de otros eventos (bares…, botellones, afluencia máxima de turistas…), sino que en lo más propio y definitorio en que se producen, y no puede ser de otra manera sin alteraciones graves, muy especialmente en la conformación y ornamentación de las cruces. La tradición y la modernidad tienen que avanzar en un tándem de mucha sincronía que no es nada fácil de conseguir. Todos sabemos bien que, lógicamente, se acaba basculando hacia nuestro mundo contemporáneo y que la tradición queda reducida a escasos vestigios que son además muy difíciles de determinar como esencias prístinas de una fiesta. No descubrimos nada a nadie. Las advertencias vienen de varios años atrás. Añora y sus cruces se bandean en el difícil oleaje de esa gigantesca bataola de la que es muy difícil salir bien parado. La disyuntiva se disputa no solamente en la prevalencia habitual de la tradición, sino en las vivencias del vecindario y las maneras de entenderlo; en los posicionamientos políticos y enfoques (economicistas y de falsas recreaciones…), apoyos económicos e influencia que ejercen los mass media en promoción, etc. 

En esa pérfida constatación de la realidad nos movemos. Con todo ello Añora vive el día grande del año con sus cruces. Pero más allá del calendario, dicho día fiesta es el resultado de la concepción que prevalece, las vivencias de elaboración contemporánea y las proyecciones de futuro que se conciban, o de pasado, o de presente. No tengo que subrayar que en el engranaje festero, al completo, poseen una relevancia especial e imprescindible las cruceras y cruceros (quienes elaboran…). Siempre la tuvieron, claro está, pero antaño la sustancia se sustentaba en la religiosidad, espiritualidad acuciante, y la forma era un sobreañadido vistoso y brillante, pero que emergía de la propia esencia religiosa. Hoy día se sustentan las cruces en lo formal, y en ese parámetro las cruceras se convierten en pilares de sustentación de todo el tinglado. En ese factor se aquilata la fiesta. En ellas se define también la encrucijada de vida o muerte de la fiesta; en sustentación o debilitamiento; en prevalencia de la tradición en la forma de hacer y de vivir el evento, o en la transformación en uno u otro sentido. Las cruces no son cosa de un día. Es una vivencia de meses; es un emprendimiento de un colectivo de hombres y mujeres; es una forma de hacer arte con unos u otros parámetros de contemporaneidad o respeto a los antepasados y sus significados. Todo un mundo de dificultades.

Algunas cruceras conozco que están sembradas de ilusión, trabajadoras a espuertas y conscientes del sitio en el que se encuentran. Realmente es mucho el peso que recae sobre sus espaldas. No de trabajo, que lo hacen con sacrificio, sino de perfilar y definir horizontes de la marcha de esta fiesta señera. Ellas tienen mi enhorabuena por su trabajo, por su ilusión y persistencia en el empeño. Han vivido la tradición de sus abuelos en sus carnes y llevan en sus venas la sangre de una fiesta personalísima, pero ellas viven más que nadie la tensión de fuerzas entre pasado y futuro. Ellas son, desgraciadamente, en quienes recae la proyección de futuro y la inminente necesidad de recabar cantera que pueda hacer prevalecer la fiesta de Las Cruces. Gracias por la belleza de sus producciones, claro que sí, porque son siempre maravillas evanescentes que nos hacen soñar con el preciosismo de las telas y encajes. Hacen Arte, del bueno. Pero gracias sobre todo por seguir viviendo el sueño de una tradición que   es, como decimos, una de las señas de identidad de una de las villas más bonitas de Los Pedroches. Visitar las Cruces de Añora y revivir la tradición es, lo recomiendo, uno de los espectáculos que nadie debiera perderse.