Pocos son los desconocidos unidos por una pasión común. Muy pocos los que de la pasión fabrican el sueño, y del sueño un vínculo de los que marcan de por vida. Raras excepciones los que sueñan, aman y arriesgan sin límite. Únicos los que al final y contra todo pronóstico, lo acaban consiguiendo.

Hace ahora algo más de dos décadas un puñado de estos últimos se cruzaron en Pozoblanco. Por aquella época el tenis era un deporte que no tenía lugar, literalmente hablando. Las que ellos, ingenuos, llamaban “pistas de tenis” eran producto del sobrante de otros proyectos, la migaja conseguida a base de insistencia sobre los que tenían a bien decidir qué era adecuado y qué no. Aquellas pistas primigenias estaban divididas aproximadamente por el centro gracias a una red raída por las inclemencias del tiempo y el tiempo. Se jugaba con raquetas de madera, tripas de gato y bolas usadas hasta perder el nombre propio. Y los que jugaban lo hacían con más intuición que talento. Pero poco importaba todo eso porque aquello era sencillamente divertido.

Aunque se denote nostalgia en mis palabras, hablo de aquella época por fotos e historias. La nostalgia debe ser consecuencia de la pasión con la que los que aparecían en las fotos me contaban las historias. Yo nací un poco después, aunque no mucho después. Lo suficiente para venir al mundo con una raqueta mucho más grande que yo y dormir mis primeros veranos al apagarse los focos de las pistas de la piscina municipal. Allí empezó todo.

Yo no levantaba dos palmos del suelo cuando mis padres me enfundaron mi primera equipación de recogepelotas. Escogieron la talla más pequeña y con todo me quedaba enorme. Ese día había mucho revuelo. Yo no sabía de qué iba todo, pero obedecía y al igual que los otros niños me coloqué a un lado de la fila hasta formar un pasillo. Nos habían dicho que íbamos a recibir a alguien muy importante, un hombre del que los mayores no paraban de hablar. El tipo se llamaba Manolo Santana, y al parecer era una leyenda.

Vinieron más veranos ligados al tenis, los mejores de mi vida. Era el momento del año en el que presumíamos de lo que nuestro torneo había mejorado mientras le decíamos al mundo entero dónde estaba Pozoblanco. Y no resultaba fácil. No pocos se perdieron en las penosas carreteras de Los Pedroches acechados por la duda de que un evento como ese pudiera celebrarse en un lugar como este.

Y así contamos más ediciones de las que hubiésemos firmado en las previsiones más optimistas.

Ya en la universidad, más lejos y un poco menos niño, sucedió algo que lo cambió todo y para siempre: la crisis que a nadie avisó. En nuestro caso se limitó a despertarnos del sueño y dejarnos a solas con la caída. Casi sin tiempo de reacción el reto había mutado. Lo cambiaron por uno mucho más amargo, que no consistía siquiera en caer lo menos posible, sino en no morir en la caída.

Aunque no fue fácil, el orgullo, las ganas y el sentido común se alinearon para que el torneo siguiera poniendo velas en la tarta. No brillaba como en los viejos tiempos y organizarlo no implicaba la emoción de antaño, pero mantenerlo con vida era un ejercicio de respeto que le debíamos a los escasos hitos extraordinarios que acontecen en nuestra tierra.

Ayer por la mañana de camino al trabajo me llegó la triste noticia. El Club de Tenis confirmaba la expiración del que ha sido y será el logro y orgullo más grande del deporte en Pozoblanco.

Habrá a quien le importe más y a quien le importe menos. A mí me importa demasiado porque con él muere una parte importante de mi propia vida. Lo he disfrutado cuando he formado parte de él, y echado tremendamente de menos cuando me ha tocado estar lejos. Ahora a mí y a todos los que año tras año hacían de él algo especial nos toca echarlo de menos para siempre.

No voy a ponderar las consecuencias de esta decisión. Tampoco querría señalar a nadie, cada uno debería tener claro si ha estado en el bando de los que hicieron lo que estuvo en su mano para mantenerlo con vida o de los que pusieron su clavo en el ataúd. Eso sí, dudoso honor el de haber escrito deprisa y corriendo un último capítulo tan feo en una historia tan bonita.

En lo que a mí respecta, compruebo con amargura cómo el paso del tiempo carcome el sentimiento de esperanza que de niño coseché por mi pueblo. Si no fuera mi pueblo me costaría encontrar atractivo, valor o riqueza alguna. Y eso me duele. Me duele mucho, me duele dentro. Porque es mi pueblo, joder.