Llegó un señor y se sentó frente a él. Lo miró a los ojos y le preguntó: “¿Qué deseas?”. Durante la siguiente hora y media aquel padre de familia relató su vida, su falta de trabajo, las necesidades por las que están pasando sus hijos, la incapacidad para encontrar un trabajo que le haga llegar al número de jornadas que le permitan cobrar el subsidio por desempleo y lloró impotente. Las lágrimas caían de aquel rostro surcado por los años, como si resbalaran por la cara lisa e impoluta de un niño. Sin esperanza lamentó su desventura como sólo lo hace un padre desesperado y se marchó diciendo: “Gracias por escucharme”.

Al tiempo llegué a ese mismo lugar y me senté delante de un alcalde preocupado por la situación de algunos de sus vecinos. “¿Qué hago? No tengo competencias para hacer nada. Los vecinos vienen aquí con gravísimos problemas y sólo les puedo decir que no puedo hacer nada”. Aquel alcalde, que por la mañana se había convertido en el confesor de uno de sus vecinos, sin darse cuenta, relataba su angustia por la situación, que se torna general en los ayuntamientos donde la política tiene corazón y donde el que se sienta en el sillón es uno más entre los suyos –por desgracia no siempre es así–.

Durante más de una hora, charlamos sobre la necesidad de dotar a los consistorios de competencias que les permitan aportar soluciones a los problemas de la gente de una forma rápida, eficaz y directa. La necesidad de no tener que esperar a una política comunitaria, estatal, autonómica, provincial o comarcal –donde existe– que llega tarde y maltratada. La urgencia de no aguardar a que la solución pase de manos en manos para convertirse en un remedio paliativo, como los contratos quincenales.

Decía este alcalde –con más razón que un santo– que si el dinero, que se destina a las administraciones intermedias, estuviera en los ayuntamientos se podría dar una solución directa a los problemas de esa gente, que ahora sólo se conforma con ser escuchada y maldice su resignación con impotencia. ¿Qué pasaría si el dinero para las mancomunidades fuese a los ayuntamientos para dedicarlo directamente a los vecinos? ¿Y si lo repartido entre las diputaciones llegara a los municipios para crear políticas sobre los problemas particulares de sus habitantes? ¿Y si los gobiernos autonómicos inyectaran el dinero, que conciertan con diputaciones y mancomunidades, a los consistorios? ¿Y si los programas estatales fueran a cada municipio directamente para solucionar y no para paliar problemas? ¿Qué pasaría si ese ciudadano que llora ante un alcalde no tuviera que hacerlo?

 

J.J. Madueño