Llevaba guardando esta historia con celo ya un tiempo. Me la contaron hace muchos años y la investigué, pero, por la celebración del centenario del nacimiento del protagonista ha salido a la palestra de nuevo. De todas formas la voy a contar aquí. Es una historia de la guerra, de la guerra civil española, la del siglo XX. Es una buena historia. De las que a mí me gustan porque tiene épica protagonizada por gente normal que es la mejor de las épicas. Tiene valentía, coraje, supervivencia, maldad, gente despreciable y gente buena. Y además, se desarrolla en Los Pedroches.

Miguel Gila, el de “¿Es el enemigo?”, hizo la guerra defendiendo a la II Republica española y tras el golpe de estado se alistó en el Regimiento Pasionaria. Pasó por muchos frentes y batallas de aquella guerra infame hasta que en diciembre de 1938 le tocó retirada desde el Frente de Extremadura hasta Pozoblanco donde nunca llegó.

Aquel fue un invierno frío, muy frío. El camión donde iba Gila, que se internaba en Los Pedroches bajo una lluvia fina pero constante, pinchó varias veces. Con todo, consiguieron aproximarse a El Viso aunque el último tramo lo hiceron a pie. La lluvia les calaba los huesos. Imagínense a aquella parva de muchachos de veinte años hambrientos, sucios, llenos de piojos y harapientos camino adelante con el rabo entre las piernas porque los nacionales les habían dado sopas con hondas durante varios días en el frente. Y la cosa fue a peor.

Cuando quisieron darse cuenta estaban rodeados por la implacable División 13ª del General Yagüe, la conocida como Guardia Mora: una unidad de élite de soldados marroquíes. Aquellos moroseran unos hijos de puta de mucho cuidado. Se habían curtido bajo el mando de Franco en África, en la Segunda Guerra de Marruecos combatiendo contra Abd al-Karimy no se andaban con tonterías. El propio Gila dice en sus memorias: “Para mí, la guerra había terminado, pero me faltaba pagar el precio de la derrota.

El precio fue el siguiente. Les quitaron las chaquetas, las mantas y las botas dejándolos descalzos y en mangas de camisa en pleno diciembre mientras llovía. Los sentaron en el suelo y entonces sigue Gila en sus memorias: “Una mujer, que tendría unos treinta años, salió de una casa gritando vivas a Franco, los moros llegaron hasta ella, la metieron en la casa y sus vivas a Franco se convirtieron en gritos desgarradores”. La violaron. Saquearon su casa y allí acabaron metiendo a sus prisioneros. En el corral de la casa los tuvieron sin comer ni beber y sin ropa de abrigo hasta el anocher. Después de haberse bebido todo el vino que encontraron, decidieron llevarlos a un descampado a las afueras del pueblo para fusilarlos; pero los fusilaron mal.

En aquel descampado, bajo la lluvía y el frío de un frío mes de diciembre de 1938,  catorce soldados, que llevaban más de dos años de guerra, agotados por el cansacio del combate, hambrientos y empapados fueron fusilados por aquel pelotón de la Guardía Mora sin el honor y la dignidad que merecían. El humorista lo relata así: “Y allí mismo, delante de un pequeño terraplén y sin la formalidad de un fusilamiento, sin esa voz de mando que grita: «¡Apunten! ¡Fuego!», apretaron el gatillo de sus fusiles y caímos unos sobre otros”. No hubo tiro de gracia. Y bajo los cuerpos sangrantes de sus compañeros Miguel Gila y el cabo Villegas se hicieron los muertos hasta que aquel ebrio pelotón de fusilamiento se marchó.

El cabo Villegas estaba herido de la pierna izquierda. Gila se lo hechó al hombro y descalzo consiguió llegar hasta Hinojosa del Duque donde dejó a Villegas en la parroquia de San Juan. Caminó aún desclazo hasta Villanueva del Duque. Allí, entro en una casa donde unos legionarios descansaban y ya sin miedo ni vergüenza – no le quedaba ni eso – les contó quien era y lo acontecido con los moros. Los legionarios, que odiaban a los moros, no hicieron ni por echarse mano al fusil y viendo el estado de aquel hombre vencido y derrotado le facilitaron comida, tabaco, una chaqueta y unas alpargatas para que pudiera marcharse sin comprometerles ante sus mandos. Así lo hizo. Gila esperó a las afueras del pueblo a que pasara una columna de prisioneros republicanos donde venían algunos de sus compañeros del Frente de Extremadura.

Tras aquel cruento episodio Miguel Gila acabó en el campo de concentración de Valsequillo durante más de 5 meses. En Valsequillo pocos días después de este episodio se desarrollaría una de las grandes últimas y olvidadas batallas de la Guerra Civil Española: La Batalla de Valsequillo, que concentró más de 150 000 combatientes de ambos bandos. Gila acabó usando aquella historia a través del humor de sus monólogos para combatir el Régimen y al fascismo, después de haberles ganado la batalla de la vida ya al final de la guerra.