FIRMA INVITADA: Sofía Montenegro 

 

Cuando Miguel me propuso escribir hoy aquí inmediatamente se me vino a la cabeza por qué a veces escribo mis desvaríos, pero explicarlo nos llevaría un tiempo que no tenemos. Después recordé el día que le puso nombre y apellidos a lo que llevo sintiendo toda mi vida: Nostalgia, dícese de echarse a uno mismo de menos cuando fue feliz, y nosotros nos echamos mucho de menos todo el rato. Gracias, querido.

Hay una parte importante de realidad (si no toda) en el hecho de que no seremos más jóvenes de lo que somos en este momento y que nunca seremos los de antes, ni volveremos a ser los de ahora, que sucede a cada segundo que corre el tiempo, aunque hay otra realidad donde no lo percibes.

La realidad es otra.

Aunque no sé ahora mismo cual es esa realidad, si la que me asusta cuando me miro al espejo en días alternos o la realidad de no querer que llegue lo que tiene que llegar. A bote pronto la realidad es el entretenimiento para que esas realidades no tengan lugar. Quizá por eso a veces corro más de la cuenta, y llego tarde: a los sitios, por la noche y a la vida. Me aferro a cosas que no debiera aferrarme (de esto me doy cuenta ya mucho después) y me condeno cada día en el convencimiento de que quiero algo por tener que elegir en la rapidez voraz del siglo veintiuno.

El “slowliving”. De verdad, admiración. Aunque mi abuela lo llamaba “el vivir cada cosa a su tiempo”, que todo llega; hasta lo que no quieres, porque ella se me fue sin querer.  Pues eso, sus focos atencionales, su conexión, el presente, el vivir lento; o vivir a secas. A mi se me olvida.  Lo de vivir y cientos de cosas.

Maldito progresismo. Te quise y te odié, y te quiero y te maldigo. Como el bolero de Machín, por ser en mi vida ansiedad, angustia y desesperación. Pero estaría contigo, claro, toda una vida.

Tengo veintiséis y sigo escribiendo a lápiz, pero con lápiz gastado de punta redonda porque la punta nueva no me gusta.

Prefiero oler los perfumes en los demás, los tatuajes de otros y los balcones de las casas cuando camino despacio que no son muchos días. A veces pienso en mis balcones; en los que no tengo porque no tengo casa y dudo que algún día la pueda tener, pero los imagino siendo los mejores balcones del mundo del balcón. Compitiendo con los de mis vecinas de todita la calle, fíjese usted. Un churro eso, lo de competir. Aunque eso es otra larga historia y no estamos para perder tiempo.

A mi me gusta contemplar esos balcones y el contraste de colores de sus flores con el de la luz de las mañanas y el blanco cal de las casas, si es que quedan casas pintadas de blanco y si es que yo me levanto temprano todas las mañanas; por eso por las tardes también me gustan.

Cuando le saco punta al lápiz y pinta como nuevo me molesta. Me molesta lo nuevo. No quiero más casas de lego, ni ventanas sin balcones ni balcones de cristal sin rejas. El césped de los balconcitos es un abuso, y debería permitirse solo si se planta también un geranio o una gitanilla, se adorna la calle con alguna buganvilla y se deja que el agua caiga pa bajo al regar.

Me gustan menos los tatuajes desde que la gente no adorna sus balcones y adorna sus cuerpos. Yo me estoy quitando los pocos que tengo y la esperanza por un futuro con calles oliendo a jazmín, esa y otras también me las quito. En ese futuro donde usted podrá ver un balcón en primavera en el brazo de su vecino, y podrá oler las flores en las muestras de los perfumes. Y ésta, ésta es la otra realidad.

 

 A mi abuela Angelita, que me dejó demasiado

pronto pero me dio mucho, como la ilusión

por las cosas sencillas.