Con una despedida sentenciosa y amable, deberíamos tributar respeto a las personas que dejan una actividad vital importante. Con generosidad y condescendencia. Es un adiós templado de emoción, porque se insinúa la vuelta (que no es el caso ahora), o en todo caso porque nadie se marcha definitivamente. Tampoco los docentes, porque siempre se dejan huellas en los discípulos (mejores o peores), que de una u otra manera te recordarán en sus vidas. La grata dedicación profesional a la educación es un privilegio, claro que sí.

Quienes hemos estado durante décadas en el ejercicio profesional de la enseñanza gozamos de la inconmensurable prebenda de estar siempre aprendiendo, como decía Séneca (se aprende dos veces). La enseñanza no es simplemente trasmisión de conocimientos —que cada vez menos—, sino un elenco grande de principios y valores sustanciales en los marcos afectivos de las personas. La perspectiva temporal nos hace ver que somos una pieza importante de un engranaje maravilloso. Especialmente cuando se ejerce con vocación y pasión. Las alumnas y alumnos te hacen ver a diario el potencial de abrir ventanas en sus ojos, el descubrimiento de esferas científicas desconocidas, históricas o de otra naturaleza que les hacen crecer. No hay nada más extraordinario y edificante que apreciar, cuando explicas, que las miradas atentas y absortas de los alumnos en momentos determinados. Ese flechazo es sobrecogedor, entre docente-discente. Los descubrimientos constantes son la savia nueva que regenera la especie, que nos mejora y proyecta hacia un futuro mejor y más satisfactorio. Los años largos de docencia nos permiten advertir las evoluciones sociales y económicas, los grandes avatares culturales de nuestro entorno vital…; y con la debida modestia, cabe sentenciar que en todo ello los docentes hemos puesto nuestro granito de arena. Es una satisfacción. Es una alegría coincidir veinte o treinta años después de haber impartido clase y que las alumnas y alumnos te saluden con alegría y agradecimiento.

Es una satisfacción siempre, en todas las profesiones, el reconocimiento a un trabajo que haces con honestidad y honradez. Desgraciadamente, no es la docencia una de las actividades más valoradas socialmente, pero como dice J. A. Marina, si fuéramos inteligentes les teníamos que tener entre algodones, porque son quienes forman y educan a nuestros hijos; quienes trasladan valores esenciales de la sociedad y sirven de modelo para la vida que deseamos. En fin, la mirada retrospectiva de un docente deja siempre el poso de un sentimiento agridulce. De una parte los desvelos por el trabajo consuetudinario bien hecho (o lo mejor que puedes), que exige formación grande y especialización constante, pero también la encrucijada difícil de padres desorientados (solamente exigentes en derechos…), administración burocratizada sin más (con papeles a espuertas), desconsideración social y desautorización profesional (ni la mínima, que se le otorga a cualquier profesional), falta de reconocimiento, etc.; de otra parte, el tedioso espectro de los ruidos juveniles, las problemáticas grandes actuales de los niños y niñas, la potente influencia de los mass media (redes, influencers…), etc. Ese trabajo diario comprometido y constante de la docencia apenas si se aprecia por nadie.

El contrapunto satisfactorio está sobradamente comentado en lo esencial, pero en lo más intrínseco la profesión está repleta de quilates de oro, porque los docente vivimos satisfactoriamente el oficio con materias y disciplinas de las que somos apasionados —Historia, Literatura, Biología…—, en las que nos importa poco dejar la vida, pudiendo proyectarlo con generosidad a los discentes; satisfacción positiva es también la panoplia inmensa de alumnos y alumnas con personalidades distintas, capacidades e intereses diferentes que siempre me sorprenden. Porque el marco de la Educación y la enseñanza constituyen el mejor espejo de nuestro mundo. Los niños son el reflejo social al cien por cien, y en ellos ves a sus personas en formación, pero también conoces a sus padres, familiares y pueblos; descubres sus motivaciones e intereses más profundos, sus afanes y proyecciones de futuro. Una mirada tan cabal y profunda nos permite a los docentes, qué decir, comprender bien —o un poco mejor— el anchuroso sendero de nuestro mundo. Y lo más importante, como decimos, poder intervenir de facto en derroteros de mejoras, cambios y progresos, aunque sean simplemente ideales deseables o utopía. Gracias, pues, a esta maravillosa profesión que tan afortunadamente nos ha tocado. Gracias a todos esos jóvenes que nos han enseñado la vida, porque ellos están aprendiendo, y sin saberlo, han sido nuestros mejores maestros. Nuestros esfuerzos y desvelos no están perdidos. Creo sinceramente, y confío con esperanza, que ellos son la mejor garantía de futuro. Gracias.