Querida Luci:

 No me gusta contarte cuentos de miedo, con los miedos de tus pocos años, tienes más que de sobra. No me gusta contarte cuentos de ogros ni de fieras porque tu imaginación los convierte en realidad y la vida y los sueños de una niña se vuelven muchísimo más complicados. Y no me gusta contarte cuentos de monstruos, porque puedo llevarte a creer que esas criaturas infernales y un tanto difusas solo habitan en las historias infantiles. Y no es verdad.

Aunque seas muy pequeña no puedo distraerte con historias falseadas ni burlarme de ti, tienes que saberlo cuanto antes, para que no te cojan desprevenida: los monstruos existen. A veces, se esconden o permanecen dormidos una larga temporada y llegamos a creer –nos interesa- que desaparecieron para siempre: los adultos –sobre todo los adultos- nos creemos más felices y vivimos más tranquilos, engañándonos.

Hace unos días, los más viejos del lugar han avisado que uno -otro más-, tras años hibernando, ha comenzado a despertar. Nos alertan del peligro, porque las fechorías de ese engendro no son de índole general, como las de aquellos que amenazan a todo el planeta. Este monstruo nos pertenece en exclusiva, es de nosotros solos, tanto que podríamos nombrarlo: «nuestro monstruo».

A «nuestro monstruo», con un nombre tan feo que no me apetece ni pronunciar, le gusta alimentarse de esperanzas y futuro. Hace años, los vecinos y las vecinas se unieron, con sus alcaldes al frente, y consiguieron espantarlo de aquí, pero él se relame de gusto con nuestras encinas. Tiene querencia a Los Pedroches: le encanta jugar al escondite bajo tierra, entre piedras de granito, y le gusta comerse con sus dientes afilados a los pocos y viejos habitantes que van quedando y se ríe, sin pudor, al mirar como la mayoría de los políticos de turno se preocupa más por conservar la poltrona que por defender -¡al precio que sea!- a sus pueblos, y como, a muchos de los lugareños, que unidos podrían plantarle cara, los han convencido de que no es para tanto, que sus bienintencionados padres –que los acostumbraron a dárselo casi todo hecho- ya lucharon por ello y esas son «guerras de nuestros antepasados». Las del futuro tampoco serán de su incumbencia y, si acaso, constituirán un problema para los pocos que queden por aquí, si queda alguno.

«Nuestro monstruo» acudirá, no obstante, con ventajas innegables en el zurrón: ya no importará demasiado que el AVE cruce a toda velocidad y sin detenerse, por ese camino libre de encinas que, generosos, le regalamos, como tampoco resultará necesaria autovía alguna. A quién preocupará la tensión eléctrica que, cual limosna, dejen llegar hasta aquí. Nadie perderá su valioso tiempo discutiendo si el agua de los grifos sale clara o turbia ni por qué. Sobrarán todas las residencias. Para qué ponerse tiquismiquis con la pata negra y el jamón de bellota si un buen bocata de mortadela nos saciará el hambre. Y, desde luego, no nos quitará el sueño que algunos de nuestros pueblos, muertos de inanición, cuelguen el cartel de «cerrado»…

Querida Luci, creo que he vuelto a meter la pata y a vestirme de  melodrama, en unas fechas en las que es obligado cerrar los ojos y desear ¡Feliz Año Nuevo! y que los Reyes Magos (la única verdad, como asegura Manu Sánchez) vengan cargaditos de juguetes y punto. Pero soy aguafiestas sin remisión y no me resigno a dejar inconclusa la historia que había iniciado. 

Restan, tan solo, dos pequeños detalles: el primero, desvelarte el nombre de «nuestro monstruo», que no es otro que: Cementerio nuclear y el segundo, un detalle insignificante, es que yo lucharé, con las pocas fuerzas que me van quedando, para que ese monstruo no devore las esperanzas y el futuro de nuestra tierra y te contaré un secreto: lo voy a hacer por mí y por ti.

Monstruosamente tuyo.