Hay días en los que una siente que retrocedemos, aunque sigamos insistiendo en avanzar. Llevo años levantando la voz contra la violencia machista y defendiendo la igualdad como un derecho irrenunciable, no como un adorno político.
Y, sin embargo, cada vez que aparece un nuevo caso que involucra a representantes públicos, vuelve a mí una mezcla amarga de indignación y cansancio. No por sorpresa —porque a estas alturas pocas cosas sorprenden— sino por la incoherencia que seguimos tolerando.
Me niego a aceptar que la lucha contra la violencia machista dependa del color que uno defienda. La violencia no sabe de siglas. No distingue ideales. No concede privilegios. Lo que sí reconoce —y muy bien— es el silencio, la tibieza y esas miradas que se apartan para no incomodar a nadie demasiado importante.
Cuando una persona con responsabilidades públicas se ve involucrada en comportamientos que contradicen los valores que predica, el daño no es individual: es colectivo. No se resiente solo su imagen; se tambalean los cimientos de la igualdad que tantas mujeres han sostenido con su esfuerzo, su voz y, demasiadas veces, su propio cuerpo.
Me preocupa profundamente que algunas estructuras se protejan antes de proteger a la ciudadanía. Que a veces se piense más en la conveniencia interna que en la coherencia ética. Que haya quien aún busque matices donde solo debería haber claridad: la violencia machista no se justifica, no se relativiza, no se envuelve en excusas.
La igualdad no pertenece a ningún partido. Nos pertenece como sociedad. Es un compromiso que hemos forjado entre mujeres y hombres que creemos en una vida libre de violencias, y que no estamos dispuestos a ceder terreno porque a alguien no le convenga asumir responsabilidades.
Lo mínimo que debemos exigir es transparencia, consecuencia y respeto a la ley. No para destruir carreras políticas, sino para dignificar la vida pública y proteger lo que verdaderamente importa: la confianza en que nuestras instituciones están del lado de quienes las necesitan, no del lado de quienes las incomodan.
Yo lo tengo claro: no todo vale. No ahora que hemos avanzado tanto. No ahora que tantas mujeres han arriesgado tanto. No ahora que sabemos, con total certeza, que mirar hacia otro lado es otra forma de violencia.
Seguiré insistiendo, aunque a veces duela hacerlo: la igualdad no es negociable, y la responsabilidad de quienes ocupan un cargo público tampoco. Si queremos una sociedad justa, debemos exigirla sin miedo, sin excepciones y sin pedir permiso.




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