Hay que reivindicar los valores éticos de la palabra, de lo dicho, de lo acordado, de lo prometido. En nuestra tierra, han sido valores tradicionales de nuestros padres. El hombre que no cumplía su palabra estaba proscrito para el resto. Hace poco más de cincuenta o sesenta años, la palabra era un valor que, aunque no cotizaba en bolsa, era una garantía de seguridad para la convivencia. Después vendría los “mercaderes de la mentira”, aquellos que hicieron creer a nuestros padres que un contrato escrito, y si es posible ante notario, tenía más validez que la palabra dada, y así, todos cayeron en el clientelismo de estos zurupetos que, adornados de aureola y pelo abrillantado, se vendieron como garantía de orden y progreso.
La palabra dejó de tener valor, todo lo que no fuera escrito ante testigos, y si lo es ante notario, mejor, no valdría para nada. Y es cierto en parte, podía dejar de cumplirse, pero el precio que se pagaba por el que incumplía su palabra era muy superior a cualquier cálculo económico, el desprestigio y el deshonor le relegaba a una situación de desprecio popular. Lo peor que le podía pasar a un paisano, es que la gente dijera de él “ese no es un hombre formal”. Eran otros tiempos, se dirá, las cosas han cambiado. No nos equivoquemos, aunque es cierto que eran otros tiempos distintos, ni mejores ni peores, solo distintos.
Las cosas no han cambiado, han cambiado las formas. Los bienes materiales se compran y se venden, los coches se compran y se venden, los alimentos se compran y se venden, pero, ¿de qué forma? habríamos de preguntarnos. ¿Sabemos quiénes son los productores de esos bienes? ¿Sabemos quiénes nos vende esos bienes? ¿Sabemos quiénes se enriquece con estas operaciones? No, no lo sabemos.
En cualquier operación mercantil o contrato civil, de cierta enjundia, siempre interviene terceros, financieros, comisionistas, avalistas, y los llamados “fondos buitres” aquellos que lo compran todo a precio de saldo, y después te reclaman a ti la deuda en su totalidad. Todos aquellos que aprovechan esa simple operación para complicar y complicarte. Tú ya no sabes a quien compras, no sabes a quien pagas, tú ya no sabes quién te ejecutará la deuda si no la pagas. En definitiva, has entrado en un laberinto de intermediarios, entre los cuales, ni siquiera se conocen, y a ti solo te queda la opción de pagar lo que el último de la cadena te diga que debes, y nunca aparecerá en esa cadena, a quién puedes reclamarle el incumplimiento del contrato. La obligación se ha diluido de tal manera, dentro de esa arquitectura legal, que no aparecerá nunca el verdadero sujeto obligado a cumplir el contrato, contrato que, por indicación de esos leguleyos, intermediarios, que han encontrado la forma de vivir a costa de la buena disposición de los demás, hubiste de hacer en documento suscrito por notario y con todos los requisitos legales, pero que a la hora de la verdad, solo queda tu obligación de cumplir, ¿los demás? ¡Ah! Esos han desaparecido, al igual que la palabra dada antaño. Y a eso, hay quiénes, para justificar su privilegiada situación, les llama progreso.
El valor de la palabra ha dejado de existir, ya no importa lo que digas, lo que importa es lo que te digan que debes hacer y si no lo haces atente a las consecuencias. No pienses, no actúes, ¿para qué?, si a fin de cuentas, dirás, se hará lo que ellos quieran. La pregunta obligada: ¿Nosotros que podemos hacer?
Primero, saber quiénes son “aquellos” a los que nosotros nos creemos diferentes, porque si somos distintos, porque no podemos ser como ellos, aunque lo desearíamos, entonces, ¡acaba y vámonos! Pero, si como presumimos, nosotros somos distintos a esos insociales, esos insolidarios, a esos oportunistas, a esos que viven a costa del esfuerzo de los demás, a esos salva-patrias de pulserita y cadena de reloj rojigualda, que nos dicen cómo debemos vivir mientras ellos lo hacen según su pensar y sentir, entonces tendremos que alzar la voz, y si la voz sale de la garganta de miles, de millones de personas, esos, clamarán buscando donde refugiarse.
La palabra ha desaparecido, pero la voz sigue siendo, hoy igual que siempre, la garantía de que escucharán nuestro sentir, es alzar la voz, la voz plena de razón, plena de argumentos, plena de derechos, la palabra de la verdad, la palabra de la justicia. Esa no necesita de la rúbrica de ningún fedatario público, ni de la firma de ningún oportunista político, esa la rubricamos y defendemos nosotros, el pueblo llano, al que siempre acuden para pedir su autorización para gobernar, y siempre se olvidan en sus promesas.
Hay mucha gente que ha tirado la toalla, desesperados de tanto esperar, desencantados por tantas promesas incumplidas y han renunciado a sumar su voz a la de cuatro “ilusos” que aún creemos en la democracia y luchamos por ella, desde cualquier lugar, como es esta bendita y olvidada tierra del Valle de Los Pedroches, a esos nos dirigimos anunciándoles que si no son capaces de luchar por sus derechos, por su tierra, por su porvenir y el de sus hijos, hijas y nietos y nietas, no merecerían ser ayudados, porque un pueblo que ha perdido la capacidad crítica, ha perdido el timón de su futuro, y dejado en manos de los demás su porvenir, es un pueblo sin futuro.
Emile Zola, recoge un fragmento en su libro “Roma”: “Para formar al pueblo no hay más que un sistema: -El de formar hombres, el de instruirlos, desarrollando por medio de la enseñanza la fuerza inmensa que hoy se esconde bajo la capa de la ignorancia y la ociosidad”. De esta afirmación han pasado 130 años, y desgraciadamente hay mucha similitud con la situación actual.
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