Por Raúl Fernández Herrero 

La gente ya no se para. Ay, la vida. Empeñada en que la suela no se despegue de acelerador. De un tiempo para acá, vivimos en una constante carrera que nunca podemos ganar. Somos como un burro con una zanahoria: vemos cerca nuestra meta, pero no podemos llegar a tocarla. Y eso nos frustra. No somos culpables de que ya no nos permitamos parar, pero sí somos cómplices. Cómplices de un sistema que nos obliga a hacer, pero no a estar. Un sistema que nos ha vendido que somos más mientras más fotos nos hagamos. En la cantidad está la clave y por eso lo instantáneo tiene tanto éxito: es la variable perfecta para que la ecuación de la cantidad se maximice.

Ya casi no construimos con nuestras propias manos, disfrutando del proceso, conectando con nuestro ser, ensuciándonos, sintiendo el peso de las herramientas, encontrando y resolviendo problemas. Entrenándonos para la vida, creando algo nuestro. Preferimos comprar y consumir al momento, no vaya a ser que perdamos nuestro valioso tiempo y no podamos seguir consumiendo. La rueda tiene que seguir girando. Y al final, nosotros acabamos mareados, pero sin ninguna opción a bajarnos, porque la otra variable de la ecuación es la que determina que si yo hago más que tú, voy a ser más feliz. O tú más infeliz. El caso es compararse.

Nos han hecho pensar que parar, significa leer un libro, escuchar un disco, ver una película o alquilarse una cabaña en mitad del campo. En definitiva: seguir consumiendo. Hacer en vez de estar. Nos han obligado a pensar que, si paramos realmente, no estamos haciendo nada que perpetúe nuestra existencia y la propia imagen que tenemos de nosotros. Que no evolucionamos. Que no avanzamos. Hacemos listas infinitas de cosas pendientes por hacer y se nos olvida apuntar lo más importante: disfrutarlas.

Para mi parar no consiste en hacer nada. Para mi parar significa no tener horarios, la casa limpia, la ropa doblada, la nevera llena y la comida hecha. Significa beberse un café al sol escuchando los pájaros, sin importarme si llevo quince minutos o cuatro horas. Significa respirar, sentir el aire entrar en mí y vaciarme por completo. Significa sentir la tierra que piso, el agua que bebo, la caricia en el pelo y la humedad de un beso. Es esa pausa intencionada que da sentido a lo que la rodea. Como un rayo entrando por la ventana y haciendo visibles constelaciones de motas de polvo. Es mirar a una persona y descubrir un lunar, un hoyuelo, una herida o una ceja siempre despeinada. Y que eso la haga única. Para mi parar no significa quedarme quieto. Significa pararme a sentir lo que estoy haciendo. Hacerme compañía a mí mismo y disfrutar de mi momento. Estar orgulloso de lo que soy y valorar lo bueno que tengo.

Hasta mi abuelo, después de plantar su huerta de patatas, se acerca a su trono hecho con la peana de una encina -como el de tantos muchos- y para. No se sienta para descansar. Se sienta a observar. A sentir. A agradecerse el trabajo bien hecho. Y no vas a saber tú más que mi abuelo, ¿no?