El pugilato entre las dos fiestas del primero de noviembre está decidido. Es bien conocido de todas y todos. Hace muchos años que viene ganando por goleada la partida de la fiesta de prosapia celta, de anchura expansión en el orbe occidental. Ambas tienen raíces de profunda significación, pero la victoria de la nórdica se sostiene en el carácter festivo que adquiere en los últimos tiempos. A estas alturas ya no existe contienda, porque la celebración de Los Santos se repliega sencillamente las generaciones mayores, con escuálidos flecos de herencia cultural hacia las jóvenes generaciones.
Entrar a valorar los avatares de la contienda es difícil, y seguramente inútil, porque hoy priman principios de superficie que poco o nada tienen que ver con la verdad genuina de las referidas festividades en tiempos pretéritos. Al día de Los Santos lo hemos conocido, personalmente, con los últimos estertores con timbres tradicionales de religiosidad, hondura espiritual y formas acendradas. Eran los últimos resortes de otro tiempo, en los que se diluían las potentísimas formas de antaño. Seguramente que hoy ya no imaginamos siquiera, aunque lo reflexionemos, cómo eran las celebraciones de hace algunas centurias, cuando la Iglesia católica contaba con el potencial completo de control de la población occidental. Día y noche, semanas previas y posteriores, estaban teñidas de unas formas y unos contenidos profundos en relación con la añeja concepción de la muerte; con un aparato eclesiástico envolvente y poderoso que ejercía el imperio y auxilio no solamente de la espiritualidad durante siglos, sino con formas contumaces en las que eran imposibles otras referencias culturales, porque no existían grietas posibles de otras luces.
Hasta nosotros llegaron aún (en el siglo pasado) los toques de campanas continuos en los pueblos, las eternas veladas, rezos, imperiosos lutos de cariz sempiternos. Aquello ya es historia. La otra casa de la moneda, con el afloramiento de Halloween en nuestra cultura, se impuso hace años de la mano de los mass media y la injerencia cultural de las culturas del norte y la imperiosa influencia América a través de Estados Unidos. Las formas dominantes de celebración, con fiestas de disfraces y liturgia al uso, arrasaron en España y el viejo continente las trazas bien enraizadas del cristianismo santosantero. Las formas fueron sin duda, decimos, el caballo de batalla ganador, al que rápidamente nos sumamos con fruición. Hoy día no hay colectivo, ni colegio, ni medio de comunicación que no se vuelque con los avatares de la fiesta de Halloween y sus cuitas de celebración. No existe por supuesto nada del contenido celta de antaño, ni de los orígenes acendrados sembrados de espiritualidad profunda. Hoy es simplemente aparato propagandístico. Disfraces, celebraciones copiosas, ostentación y frivolidad a espuertas. La reflexión más profunda sobre el evento actual tal vez no valga la pena hacerla, porque la realidad de los jóvenes es contundente. Todos vivimos con mayor o menor pasión ese Halloween sembrado de alegría, de festejo y un porte completamente distinto a nuestra festividad tradicional.
Con todo ello a la vista, sin embargo, no deja de ser una fiesta de dos caras confrontadas, que definen muy el sendero por el que camina nuestra sociedad y las bases culturales dominantes. La festividad de Los Santos se vive, en el día y semana anterior, como testimonio residual de un tiempo lejano heredado de nuestros mayores: las visitas al cementerio, las flores, el atildamiento de una cierta festividad con alargada sombra, etc. La americana de los disfraces se impone, decimos, con proyección elocuente de la existencia bien rubricada por la gente de a pie, filósofos e intelectuales (en lo teórico). Halloween es un ejemplo palpable de la inclinación de la balanza de nuestras vidas hacia ese ámbito hedonista que tan bien se definió desde la Antigüedad, consistente en mirar la cara bonita de la vida. Y de la muerte. Nuestro mundo asienta sus principios, con toda claridad, en valores superfluos de formas bastante banales. Nuestra sociedad concita intereses diarios de fiesta y disfrute de forma continua, y no entro en absoluto a valorarlo, simplemente centra interés en lo calcáreo de la existencia, con culto al cuerpo a ultranza (con prodiga actividad de salones de belleza, deporte…) y abandono completo de la cara negra o difícil de la vida.
Con asiduidad asistimos (o al contrario) a la desaparición de conocidos sin más, porque la muerte se oculta, se ignora y ni se menciona. Ignoramos el dolor, el sufrimiento y las malas horas de la vida, porque no es tiempo de perder la existencia en desaliños de negrura. En esta tesitura de la Historia estamos, sin mayor dicotomía que la Historia pasada y el impactante imperio de un Halloween que dicta nuestro horizonte sin adversario. Con todo ello, la fiesta católica mantiene aún resortes de tradición en un día como hoy, de Los Santos, en el que no faltan para un buen elenco de la población los recuerdos más cargados de sentimiento de nuestros seres queridos. La festividad de Los Santos sigue siendo para muchos un referente, y los cementerios se convierten en jardines paradisiacos de amor por los nuestros.



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