FIRMA INVITADA: Carlos Barbero 

 

Leer nunca ha sido mi actividad favorita, los que me conocen bien lo saben. No he sido de esos adolescentes que se perdían entre libros. A día de hoy me arrepiento, aunque soy consciente de que aún estoy a tiempo de cambiarlo. Cuántas veces habré escuchado: “sin leer no vas a saber escribir ni podrás ser un buen periodista”. No sé si mejor o peor, pero al menos ya estoy a punto de serlo.

Escribo esto a escasos días de mi graduación, a pesar de que se me ofreció la idea el 7 de abril. Sí, hace más de dos meses y lo estoy haciendo en la última semana. Creo que es un buen homenaje a lo que ha sido mi carrera universitaria. El mensaje con el que me lo propusieron decía, refiriéndose a esta columna: “quiero prestarla a gente interesante y tú estás en la terna, evidentemente”. Al leer esto, ¿cómo iba a decir que no?

Lo cierto es que en los últimos años he empezado a valorar muchas cosas que antes simplemente pasaba por alto. La lectura, por ejemplo. Visualizo ese momento en pleno julio, sentado a la orilla de la playa, con una cerveza bien fría y un libro, y se me escapa una sonrisa.

Aunque no quiero dejar el leer solo para ese momento, como llevo haciendo mucho tiempo. La prueba está en que aún no he conseguido terminar ninguno de los tres libros que me ha dado mi hermana en lo que va de año. Ya no lo veo como una obligación, sino como una oportunidad. Quizás tarde más que otros, pero sé que algún día los terminaré. Y me gustarán. Estoy convencido.

También he empezado a valorar la escritura, aunque no lo parezca. Muchas noches, como esta, me pongo a escribir sobre lo que siento, lo que pienso, lo que vivo. No comparto nada de eso, pero me sirve para reflexionar, para desahogarme, para ordenar el caos mental que a veces se acumula. Supongo que eso también es escribir: aunque no se publique, aunque nadie lo lea.

Este último curso ha sido mucho de eso. Un año algo más difícil, por diferentes motivos, tanto académicos como personales, pero ha sido, sobre todo, un año de aprendizaje. De los que enseñan si los sabes mirar con atención. De los que te hacen valorar y agradecer.

En ese aprendizaje han tenido mucho que ver los fines de semana con mi chirigota, que me han ayudado a desconectar, a reírme, a sentirme parte de algo. Las mediodías que se alargan hasta el desayuno, las noches de Champions, quienes me soportan en el día a día, y un largo etcétera de momentos y personas que me acompañan. Cosas quizás pequeñas, pero que ahora valoro como si fueran gigantes.

Tuvo también que ver una conversación con mi cuñado. Él, probablemente sin saberlo, me ayudó a entender que nada es tan importante. Que lo que hoy te agobia, mañana te parecerá una tontería. Que no se puede controlar todo, y está bien así. Es alguien a quien admiro por su manera de ser y pensar. Supongo que eso es algo a lo que aspirar.

Pienso asimismo en mis padres, que siempre están ahí en silencio, como hacen los buenos padres. En mis amigos de la carrera, que me han visto en mis mejores y peores días. Y entiendo que, si hay algo que he aprendido estos años, es a ser agradecido.

Porque uno no nace valorando las cosas. Eso se aprende. Y yo, en estos años, he aprendido. No sé si soy ya un gran comunicador. Ni siquiera sé si algún día lo seré. Pero sí sé que, al mirar hacia atrás, me siento en paz. Con todo. Con lo bueno, con lo malo, con lo que dolió y con lo que me hizo reír.

Y aquí estoy. Graduado. Con la ilusión de un verano por delante, el momento de estar sentado con un nuevo libro y el ruido del mar de fondo cada vez más cerca, y ocioso por afrontar nuevos retos. Porque aunque este ciclo esté a punto de acabar, hay otro que comienza. Y ojalá venga lleno de páginas que leer y escribir.

A quienes con su compañía mejoran cualquier situación para convertirla en un gran momento.