Por Juan Andrés Molinero Merchán

 

Cuando los tiempos andan turbios, solo la belleza templa la vida

La cotidianidad es el mejor espejo de la verdad. Lo que veo desde mi ventana desde hace muchos años, en el tráfago constante de la vida, se convierte en una certeza irrefutable que me llena de alegría. Mi amiga del alma, que no conozco más que de indiscretas miradas, y ella lo sabe (y le pido perdón), me confirma el ejercicio infinito del trabajo y la perseverancia que tiene. La observo a escondidillas desde mi ventana y la envidio. Desde bien temprano, cuando el sol alborea en el horizonte de la ermita de San Antonio, ya ha salido a realizar su trabajo ímprobo. Hubo tiempos en los que pensé que eso no estaba pagado, que no valía la pena, que dejarse los huesos en tanta actividad sobrepasa las expectativas de cualquiera. El tiempo quita y da razones, dice el refrán. En lo más bueno y extraordinario, todo hay que decirlo, resulta admirable el producto. Una y otra vez contemplo de frente, desde mi casa, y cuando paso debajo de la obra sopeso los pormenores. Me quedo ensimismado durante muchos minutos aprehendiendo aquella creación tan personal, de perfecta ingeniería. Arquitectura de excelencia. Para mis adentros argumento las verdades del barquero: todo lo bueno lleva tiempo.

Es necesario no solamente un trabajo continuo y persistente, sino animoso y realizado con agrado, sin prisa, poniendo el alma y la existencia misma en el quehacer cotidiano. Solamente así  salen las cosas bien. Perfectas. Ayer fui expresamente a verlo desde fuera con todo el atrevimiento, aunque me  viera ella, que estaba allí, henchida de satisfacción sobre el edificio, orgullosa, mirando desde arriba su trabajo, completamente embadurnada de suciedad, sin la mayor preocupación. Me ruboricé un poco, y creo que me miró con desdén. Las artistas son así, no les importa la apariencia, porque lo hacen con espíritu grande, con sentimiento profundo y con el afán certero de perseguir la belleza; aunque nos parezca que su función es otra, práctica y doméstica, como son las casas donde vivimos. Casi siempre le sale sola, porque el trabajo minucioso y bien hecho, con tantas horas, sin pensar el tiempo y sin horizontes, ni barreras que le importen, no puede dar otro resultado que la hermosura. He mirado la composición, en lo general, y sobrecoge; me he fijado en los detalles y me sorprende, cómo cada uno de los elementos está perfectamente en su sitio trabado, con leyes universales; cómo nada falta ni sobra; cómo se sostiene con admirable tenacidad matemática, desafiando las leyes de la gravedad en un punto. Más que estudio y geometría analítica, hay sapiencia histórica, experiencia y constancia. Mi mujer me acompañó esta mañana para contemplar esta magna obra de arte y quedó, como yo, completamente cautivada.

Es también una incondicional de la belleza y del trabajo de nuestra vecina. Aunque no siempre nos habla, y parece altiva y casquivana, desde las alturas de su edificio siempre tiene una pose complaciente. Le gusta lucir su esbelta figura. Regala siempre una mirada afable y tiene una estampa bellísima que luce con galanteo. Creo que es coqueta. Anualmente se marcha y vuelve de vacaciones (cosas suyas), sin dar mayores explicaciones, pero todos la esperamos como agua de mayo, porque se ha hecho querer en nuestras vidas. Cuando  me levanto y me acuesto, desde mi ventana, siempre me acompaña en mi vida, desde lo alto de su inmenso nido de la Cruz de la Unidad, la cigüeña de la Avenida.