Querida Luci:

Como los grandes campeones, ha cruzado la meta en solitario. Este César no conquistó Las Galias. Ni protagonizó jamás una entrada pomposa en su pueblo tras salir victorioso en alguna de sus hazañas en África. Ni precisó a un semejante soplándole en la oreja aquel: “Recuerda que eres un hombre”. Ni lució en su cabeza corona alguna de laurel ni en su pecho ninguna medalla… Le bastaba un crucifijo colgado de su cuello, para que no hubiese la menor duda de en nombre de quién caminaba, tratando solo de hacer el bien, por aquella tierra tan distante de la que le vio nacer.

Tras su palabra pausada (jamás altisonante), tras su apariencia de fragilidad, residían una fuerza y una determinación solo reservada a los grandes hombres. Es fácil y es costumbre hablar así de los muertos pero, al César lo que es del César y a este Cesítar, como he leído que lo llamaban cariñosamente de pequeño, lo que, si nosotros calláramos, pregonarían las piedras. Cómo si no, se puede uno pasar tantos años en un continente y en unos países que no son el tuyo, simplemente colocándose al lado de los más pobres y necesitados. Sintiéndose uno más de ellos y haciendo suya su causa. Cuando, como César, se ama la empresa que te traes entre manos, no haces promesas que no sabes si podrás cumplir ni manejas los datos a tu favor para mostrar al mundo tus éxitos. Sencillamente, como otros misioneros y misioneras, te levantas una mañana y luchas contra la barbarie, la pobreza extrema, la ignorancia, los gobiernos corruptos, el abuso de los países ricos, las guerras que se ceban en los más vulnerables,… y, tras un día agotador y seguramente con una dosis de sufrimiento no apta para nosotros, caes exhausto en la cama y hablas con Dios y le refrescas la memoria, con lo que allí está sucediendo y yo no sé qué respuesta encontrarás para dormir unas horas y al día siguiente, levantarse y comenzar otra vez y otra y otra… y así durante treinta y ocho años, más de la mitad de su vida.

A pesar de arraigar tan lejos, creo que nunca perdió sus raíces. Estos días, leía una carta suya que cerraba con una expresión que he escuchado en otros lugares pero que, desde luego, es muy nuestra, refiriéndose a su manera de acometer la tarea: “…al mismo tiempo que rezamos, nos remangamos…”y, además, César ha sentido siempre que su pueblo, Pozoblanco, se ha remangado con él en lo que ha podido. Tampoco pasa desapercibida su vocación salesiana, basta escucharlo o documentarse mínimamente para saber en qué sencillo esquema fundamentaba una faena más propia de héroes que de humanos y, como buen salesiano, no concibe su trabajo sin un patio donde los jóvenes puedan jugar. Conmueve (unas horas antes de su muerte) escuchar a un hombre que ha sido testigo de los cuadros más desgarradores del dolor, dando las gracias por recibir un don que no merece y expresarse con el entusiasmo propio de un adolescente.

Por si lo anterior fuera poco, en medio de unas macro cifras de desolación que podían llevarnos a creer que no queda tiempo para mirar a los ojos a un ser humano, me encuentro con la historia de Kader, un niño autista y epiléptico abandonado en la calle y recogido en casa por César y sus compañeros de comunidad, cuidando de él, en medio de todo su desamparo. Como aseguran nuestros mayores: Si hay cielo, César ya está allí.Han bastado tres balazos, disparados por la intransigencia, el fanatismo y el odio ciego, para abrirle las puertas de par en par.

Hoy, como los grandes campeones, Antonio César Fernández o Cesítaro don César ha cruzado la meta en solitario y es justo reconocérselo: Al César lo que es del César.  

Con mi tristeza, siempre tuyo.

 

Nunca hubiera querido escribir esta carta ni a mi imaginaria Luci Naciones ni a nadie pero, ante el asesinato de mi paisano Cesar Fernández,  el silencio es la peor de las injusticias.