Querida Luci:

El gigante egoísta es un delicioso cuento de Oscar Wilde que, de vez en cuando, me gusta releer. Al hacerlo, junto con inevitables emociones y vivencias de la infancia de mis hijos, se suelen presentar otras que tienen que ver con mi vida de ahora mismo.

Cuando el gigante comprueba que su jardín ha sido invadido por los niños, decide levantar un muro y colocar bien a la vista un cartel: “Queda prohibida la entrada bajo las penas consiguientes”. La causa es aparentemente justa y muy poderosa: Este jardín es mío… y no dejaré que nadie se meta a jugar aquí. ¿Esperabas sesudas razones, incontestables argumentos, urgencias políticas o ecológicas…? Pues no, las cosas son mucho más sencillas, simples y simplonas: ¡Yo lo vi primero! Cada cual es muy libre de colocar las barreras que desee entre él y los demás, no obstante, de tal iniciativa no se suele salir indemne. Tal vez no se hinche, pero seguro que acarrea consecuencias. Ya sabes lo que le ocurrió al gigante y a su jardín. Y el autor deja espacios para que al invierno, la escarcha y el viento del norte los lectores podamos añadir palabras terribles como aburrimiento, tristeza, depresión, locura,… soledad.

Siento decepcionarte si suponías que iba aprovechar la ocasión para referirme a otros muros, más de telediario y redes, que ponen en solfa la liberté, égalité y fraternité con que barnizamos nuestra conciencia y que dejan en evidencia la creatividad y el coraje que se nos supone como seres humanos. Reconozco mi ignorancia para abordar un tema de ese calado, aunque tengo la certeza (la historia de la humanidad lo demuestra) de que, pasados unos años que no sé cuantificar, esos seres humanos a los que hemos colgado el sambenito de emigrantes ilegales o sus hijos o sus nietos, en un éxodo que iniciaron sus tatarabuelos del Paleolítico y que nunca ha cesado, llegarán en busca de un lugar mejor para habitar con sus familias y, además de los ríos, las cordilleras y los desiertos, saltarán todos los muros que se les pongan por delante, cuando su malvivir y nuestro derroche les resulten insoportables. Cuando las sociedades opulentas no tengan hijos que los amparen o no puedan conseguir más dinero para pagar ejércitos de mercenarios que los defiendan de esos muertos de hambreo hayan perdido a sus aliados, que miran con indiferencia los problemas en las fronteras de sus vecinos,… No sé cuándo va a ocurrir pero, como los niños de nuestro cuento, encontrarán un agujero en el muro y entrarán.

Siempre he pensado que aquel gigante tan egoísta fue –así lo quiso Oscar Wilde- un tipo con suerte. Pudo asumir que la reacción acalorada que le llevó a levantar un muro en defensa de su propiedad le acarreó muchos más inconvenientes que beneficios, tuvo la fortuna de disponer de tiempo suficiente para reflexionar y reconocer sus errores y, lo más importante, contó con una segunda oportunidad para mostrar su arrepentimiento y cambiar radicalmente de conducta.

Querida Luci, me dirás que los cuentos, cuentos son y que están muy bien para entretenerse, fantasear o para dormir a los niños pequeños y a los soñadores empedernidos y que el mundo se mueve por otros parámetros que bla, bla, bla…y puede que lleves razón. Sin embargo, a día de hoy, con mis arrugas y mi despejadísimafrente, considero muy afortunado a quien (en cualquier marco) cuenta con alguien a su lado que lo quiere más allá de su cerrazón y de sus muros. Alguien que espera paciente y busca incansable el hueco que quedó abierto para colarse y darnos su mano. Si disfruto de otra oportunidad no me gustaría desperdiciarla. Ahora sé que por esa pequeña brecha se cuela la primavera.

Y colorín colorado, siempre tuyo.