La democracia es imperfecta. Como bien decía Winston Churchill, es el peor de los sistemas exceptuando todos los demás. A lo largo de la Historia han corrido ríos de tinta ponderando bondades y deficiencias del sistema democrático, que fácilmente se contraponen con otras formas de poder bien conocidas (cesaratos y sacerdocios, autoritarismos, y monarquías de distinto calado). La rueda de la historia ha sido pródiga en sistemas de gobernanza. Hay que llegar prácticamente a los umbrales de la Contemporaneidad para que se urdan sistemas constitucionales, formas liberales y democráticas en las que el Pueblo se erige como protagonista de la Historia. Hoy día existe consenso fundamental en el concepto democrático de soberanía nacional sobre postulados básicos de libertad e igualdad. Los ciudadanos nos hemos convertido en los conductores de nuestro destino político. Son palabras muy gruesas que resultan completamente admirables y definitorias de un ideario humanista avanzado: individuos iguales políticamente (a pesar de las diferencias económicas, sociales…). No obstante, la cosa es más compleja. Porque la soberanía nacional ensalza el poder de todos los ciudadanos, todos; y todos somos muchos y muy diversos. El postulado inicial de partida para la participación (electores y elegibles) resulta de entrada dificultoso (posibilidades reales, medios fácticos, etc.), pero mayor complicación surge con los mecanismos electorales, que conforman un fleco de no poca importancia (volúmenes de población, distribuciones y proporcionalidades territoriales; correctivos, etc.). Fácilmente se comprende esa evidencia en la actualidad, cuando los partidos políticos tienen que hilar muy fino en los ámbitos territoriales (provinciales) para no perder escaños (o ganarlos) a tenor del manido sistema vigente regido por La Ley D’Hont.

Mayores son aún las aristas de la Democracia. Más más allá de las inercias desiguales de salida (admitida y consensuada),  los resultados del régimen democrático exigen casi siempre una lectura profunda, pues grandes son los recovecos que se esconden (mayorías, minorías, etc.). Los postulados más sencillos, en apariencia, vienen dados por las mayorías, que no presentan mayores problemáticas que las ya conocidas, al convertirse a veces en fuerzas arrolladoras (rodillo…). Mayor complejidad deviene de las situaciones de minorías diversificadas, con tendencias encontradas y contrapuntos ideológicos enfrentados. En este tenor, los postulados inquebrantables de la Democracia se difuminan: porque el partido más votado cree tener mayor legitimación; en idéntica posición se encuentra el resto, con capacidad negociadora por cuestiones aritméticas; sin faltar, tampoco, la solícita legitimación de aquellas fuerzas menores o testimoniales que, sin embargo, pueden ser la bisagra imprescindible para que funcione la puerta. Tal es la situación. Ahí es donde se encuentra el mayor escollo de la Democracia. A la alegría de la fiesta y los primeros brindis electorales, de todos, devienen luego las disputas de las borracheras particulares: legitimidades, honores de puntillo, incomprensiones (el pueblo no entendería…), recelos, etc. Cada cual está en su salsa y el desbarajuste es escandaloso. Cada cual aplica la lógica que le conviene (mayoría; geometría variable; puntillos de honor…), sin importar contradicciones: los partidos justifican esto y contrario, aquí y allá, sin el mayor rubor. Con firmeza sentencian que el Pueblo –al que todos ponen siempre en un estandarte, a pesar de mofarse abiertamente– ha querido tal o cual cosa; y efectivamente la tienen los demás y los de menos. Ahí está precisamente el dilema. El canje de cromos es quizás la más altisonante de las estridencias de la democracia. Ese trueque y gitaneo de unos y otros, sin comedimiento, deja ver muy bien las comisuras del traje de cada cual. La presencia que requieren unos y otros sin quedar fuera de la foto. La entrada imprescindible en la gobernanza, pero también la manera en que se hace; así como los réditos del saldo de futuro: porque estar adentro tiene sus ventajas, claro está, pero te retrata muy bien en el ámbito de las responsabilidades, sirviendo al ciudadano de termostato para calibrar la significación de cada cual…; y en definitiva, desde ahí se cocina la comida del mañana. No se disputan las políticas, sino los sillones y el porvenir.

En este arrebato de tensiones los ciudadanos nos perdemos (o nos encontramos) –fuera ya del idealismo que tiene la Democracia como sistema– con esas verdades tan estridentes de que el poder es una lucha a muerte (política; o a vida), donde todos tienen que echar el resto. A fin de cuentas, no es otra cosa que la vida misma descarnada de superficialidades. Todos podemos ver con mucha claridad que, ciertamente, todas estos estos desmanes e imperfecciones del canje constituyen verdaderamente la esencia de la Democracia. Porque la Democracia un es un Todo, sino la suma de las Partes.