Por María Fernández Molina

El pasado 19 de marzo la Fundación Ricardo Delgado Vizcaíno nos brindaba una vez más al Coro y Orquesta Sinfónica Emprendes Música y a su director Rubén Darío Galán la oportunidad de visitar el gran Teatro El Silo de Pozoblanco. Esta vez pondríamos banda sonora a los albores de la Semana Santa 2016 con “La Pasión Según San Juan” de Johann Sebastian Bach (Johannes-Passion), una obra compleja de enorme calidad artística compuesta especialmente para días de Cuaresma como aquél en el que se representaba.

Sin embargo, la que me gustaría narrar hoy no es la historia de un concierto más, el resultado de incontables horas de estudio y el enorme esfuerzo de reunir a un grupo de excelentes voces e instrumentistas profesionales que viajaban hasta allí ese día desde los sitios más dispares, que también. Este es sobre todo el ejemplo de cómo el tesón y la confianza en uno mismo y los que le rodean pueden empujar al ser humano a darlo todo cuando siente le fallan las fuerzas y parece imposible levantarse.

Y es que ¿qué probabilidad hay de que usted, ávido lector, o yo misma, modesta escritora por un día, lleguemos alguna vez a pisar la luna…? La misma tal vez de que un director de orquesta y coro se disloque ambos brazos a tan sólo unas horas de comenzar la prueba acústica previa a uno de los conciertos más exigentes de su carrera, y para rizar el rizo, careciendo además, de sustituto. Pudiera haber sido una pierna o cualquier otra cosa; mas no, hablamos de su herramienta de trabajo: y no uno, sino los dos brazos. Como un pintor sin brocha o un guitarrista sin dedos, uñas o plectro.

Aun pareciendo éste el guion de una película macabra, aquel Sábado de Pasión la realidad superaba a la ficción:

Como en tantas otras ocasiones, Rubén (mi marido y director) y yo nos encargábamos por la mañana de la supervisión del escenario y los medios disponibles para el concierto, acordando con los técnicos del teatro la posición de sillas, tarimas, micrófonos e iluminación así como la pantalla en la que se proyectarían los subtítulos. Esto requiere siempre de innumerables paseos arriba y abajo del auditorio a través del extenso graderío para captar la visión de los futuros espectadores.

Pero aquel día toda esta tarea hasta cierto punto rutinaria se vio de repente atravesada por un sobresalto: un grito desgarrador, seguido por otro y otro más. En ese momento yo me situaba en la zona más alta del patio de butacas y prácticamente todo estaba a oscuras, debido a las pruebas de iluminación. Tardé varios segundos en distinguir de dónde y de quién provenía aquella voz, justo antes de lanzarme a correr escaleras abajo y descubrir la que en ese momento creí mi peor pesadilla…

Cuando vi a Rubén caído en el foso de la orquesta, no podía creer lo que veían mis ojos. Al tratar de bajar la escalera del escenario a baja luz y al ser ésta de color negro al igual que el suelo del piso inferior, él había confundido la posición del primer escalón, lo que le llevó a pisar en el aire y precipitarse de cabeza al foso a casi dos metros de altura. Sintiéndose volar momentáneamente y reaccionando a un lógico impulso reflejo por evitar un mal peor, estiró los brazos tratando de agarrarse al mismo tiempo al escenario y la escalera. Entonces el peso de su propio cuerpo tiró de ellos con fuerza provocando la doble luxación de hombros, para terminar cayendo de rodillas en el suelo.

Sin habernos repuesto del enorme susto que nos llevamos los que estábamos allí, le ayudamos a levantarse con cuidado y a saltar la barandilla que separa el foso de la zona de paso y lo más rápido que pudimos nos encaminamos juntos subiendo y bajando escaleras entre bambalinas hasta el garaje donde teníamos el coche (todo esto aún él con los brazos colgando). Le ayudé a subir al vehículo y conduje a toda velocidad rumbo a urgencias, que por suerte estaba muy cerca.

Al llegar allí y al abrirle la puerta del coche, con toda la sangre fría de que pudo disponer él en esos momentos, probó a inclinar la espalda con los brazos hacia abajo y al zarandearlos, al parecer ellos solos volvieron a su lugar como tirados por un muelle elástico. Enseguida le hicieron todas las pruebas pertinentes y una vez comprobaron que todo estaba ya en su sitio, no podíamos sino agradecer su suerte, pues de no haberse agarrado como lo hizo, sin duda la caída pudo haber sido mucho peor. Le pusieron un cabestrillo y la obvia recomendación de reposo casi absoluto por varias semanas.

Entonces, junto con la preocupación por su recuperación, en mi cabeza no paraba de resonar una pregunta: ¿Qué vamos a hacer ahora…? Tres meses de intensos ensayos, trabajando de lleno en la obra musical más complicada a la que nos hemos enfrentado nunca, la enorme dificultad que conllevó dar con los solistas adecuados para llevarla a cabo y a tan sólo unas horas del gran momento… aquello: “el director sin brazos”.

En el hospital, le sugirieron hacerle una infiltración, como opción de emergencia, para que el concierto le fuera más llevadero y soportable. Sin embargo, ante la perplejidad de los que estábamos allí, Rubén la rechazó rotundamente. Además decidió guardar el secreto de lo que le había pasado para con los músicos y cantantes que ya venían de camino de sus respectivas ciudades para no preocuparlos y continuar los planes según lo previsto. Nos fuimos a casa y allí descansamos lo que pudimos hasta el momento de la prueba de sonido.

Así pues, corrieron las horas y en breve ya estábamos de nuevo en el teatro, esta vez ya con todo el equipo, que cuando vio aparecer a su director con los dos brazos en cabestrillo no pudo disimular su preocupación.

Como era de esperar, la prueba acústica fue un caos. En cada número Rubén empezaba a dirigir con los brazos muy pegados al cuerpo y luego nos dejaba solos para alejarse y escuchar cómo sonábamos desde la grada. Entonces la energía se perdía, el tempo bamboleaba y las voces se desincronizaban. Y es que es preciso destacar que en este tipo de música la figura del director es imprescindible para mantener la cohesión musical y la energía característica de cada número. Su papel es vital para que el concierto funcione.

Horas después, llegó el gran momento. Mi marido cambió el cabestrillo por su elegante pajarita y todos nos dispusimos a subir al escenario por fin. El momento definitivo y yo con un nudo en el estómago…

La orquesta efectuó su entrada, los cantantes nos fuimos posicionando en las tarimas y el público prorrumpió en aplausos hasta que todos estuvimos en nuestros asientos. Y tras una interesante presentación histórica de Rodrigo Rivas, barítono solista, se dio paso a la acostumbrada y no por ello menos emocionante afinación inicial de cuerdas y vientos. Y entonces se hizo silencio… Demasiados segundos de tensión aguardando la entrada de nuestro director.

Al fin no se hizo esperar más, subió al escenario y volvieron a sonar los aplausos. Sólo unos pocos espectadores conocían lo ocurrido. Tras el saludo, Rubén se giró hacia nosotros y nos lanzó una intensa mirada de complicidad y seguridad. Alzó levemente sus manos, captando la atención de la orquesta al completo, y a su señal, la música comenzó a sonar. Las melodías contrapuntísticas y los adornos barrocos flotaban al ritmo de sus indicaciones, pasando del mezzoforte al piano y seguidamente a un crescendo reiterativo que no termina de explotar, justo antes de descender una vez más, ante un coro con sus cinco sentidos puestos en el momento de su entrada. Un nuevo y largo crescendo con la subida más pronunciada y por fin… Herr! Herr! Herr! (“¡Señor! ¡Señor! ¡Señor!”). El coro elevó sus voces en forte exclamación como oración majestuosa y la vez desesperada.

Sonaba exactamente tal como habíamos imaginado, respondiendo fielmente a la expresión reflejada en el rostro de nuestro director, una mezcla de dolor, disfrute, intensidad y en definitiva… Pasión.

La misma Pasión que le llevó un día a lanzarse a la difícil tarea de formar un equipo de músicos y cantantes profesionales con un importante valor añadido: la valentía de emprender juntos proyectos de diversa índole y poner su granito de arena apostando por la cultura musical en nuestro país.

Una Pasión que por fortuna aquella noche previa al Domingo de Ramos nos llevó a disfrutar de un gran concierto, llevados por un director entregado, capaz de olvidar por dos horas su intenso dolor y aguantar de principio a fin sin perder la concentración ni un solo segundo. Y que tras la cadencia final y los últimos y extensos aplausos mudó la expresión de su rostro por la de alivio y la mayor satisfacción por el gran reto conseguido.

¿Cómo pudo hacerlo? Aún hoy me lo pregunto mientras lo veo reposar con su molestia casi un mes después transcurrido.

Lo que está claro es que aquella noche todos sobre el escenario pusimos nuestro empeño en dar lo mejor de cada uno, pero sin duda este concierto no hubiera sido posible sin su sobre-esfuerzo y su entrega.

Para concluir mi relato, creo justo dar las gracias a todas aquellas personas que nos apoyaron en los momentos más difíciles de ésta, nuestra propia Pasión: al personal del hospital de Pozoblanco, que por suerte supo mantener el buen humor en el peor momento para nosotros y sobre todo a nuestras familias (y en especial a nuestros padres), que como siempre, estuvieron ahí para allanarnos el camino.

Gracias a nuestros amigos y compañeros de batalla en la orquesta y el coro y al público del Valle de los Pedroches, que una vez más nos abrió sus corazones.

Gracias a la Fundación Ricardo Delgado Vizcaíno por apoyar esta y otras iniciativas y fomentar con ello la música en la comarca.

Gracias a ese Cristo crucificado que desde su cruz y a través de la narración de su Pasión por el evangelista San Juan veló los acontecimientos de ese día para hoy poder contarlo.

Y por supuesto, gracias al protagonista de esta historia, a Rubén Darío Galán, director y fundador de Emprendes Música, por no cesar en su empeño y mantener viva la llama de este equipo, con la música como hilo conector de todos y para con todos, dentro y fuera del escenario.

 

Que la música no cese…

A mi esposo.