Apoteósico final, con traca postinera. Los dibujos de Goya conforman el final de un bicentenario florido, que elige al genio más indiscutido español; con simbólica inauguración en el mismo día de la apertura prístina del Museo (19 de noviembre, 1.819), cuando el maestro ya se postulaba con tres pinturas destacadas. Eran los prolegómenos que vislumbran al pintor universal y la mayor pinacoteca de su obra  (150 pinturas, 500 dibujos, series de estampas, colección epistolar…).

El Museo del Prado ha abierto una exposición (hasta el 16 de febrero de 2.020) de mayor notoriedad en el espectro pictórico mundial, organizada junto a la Fundación Botín. Se trata del compendio de dibujos más grande del aragonés universal, con más de trescientos dibujos de la casa y de fuera (públicos y privados). La exposición hace un recorrido cronológico completo, desde el cuaderno italiano (Roma, Bolonia, Venecia, Génova…) a  los de Burdeos (1.928), mostrando una visión moderna de las ideas del artista de forma recurrente: sus rasgos más definitorios, intereses y formas de entender el arte.

Difícil cometido, ampliamente conseguido, si hablamos de polifacético artista en temas, técnicas (cartones, grabado, fresco…) y ambición, que fue siempre marchamo del maestro. El Catálogo presenta los primeros dibujos de 1.770 (el cuaderno Italiano), desbordando hacia delante con un río de contingencias pictóricas: desde los bocetos para las pinturas al fresco del Pilar; los apuntes de mayor intimidad de epístolas personales (a Martín Zapater, 118); las preparatorias figuras de otros cuadernos (8; San Lucar, Madrid…); los abultados dibujos para grabados, tapices, frescos, etc. En todo ello se proyecta una mirada personal, con interpretación de la realidad a flor de piel, magistralmente mediatizada por su portentosa imaginación. Resulta magistral la incorporación de temas diversos (la mujer, majas, celestinas, caballeros…) de una cotidianidad apabullante.

Sobresaliente crítica y espectacular capacidad puede observase en el conjunto pictórico de “Los Sueños”, preámbulo ineludible para las estampas de Los Caprichos, donde el genio brota en imaginación desbordante para ejercer su crítica más descarnada hacia la brujería y superstición, la aciaga prostitución sempiterna, matrimonios de conveniencia o de amores contrariados; con mucha rotundidad dibuja, en alguno de sus cuadernos de la segunda década (1.812-20), las más crueles (emocionalmente hablando) escenas de tragedia, violencia y miseria (con la mujer, vejez, etc.), que conmueven al espíritu más sereno a la reflexión más profunda.

La Guerra de la Independencia le ofrece al maestro, en su verídica cotidianidad, el caldo de cultivo para unos dibujos realmente penetrantes. En los “Desastres de la Guerra” tenemos no solamente las escarnecedoras crónicas de un tiempo y un espacio, sino las magistrales lecciones de un pintor en tráfago ácido de mostrar las esencias de la humanidad. La guerra es la guerra en cualquier parte del mundo. El clero y la nobleza tampoco se sustraen de la furibunda crítica de un pintor incisivo que ratifica con mirada ilustrada los vicios y desaliños de los estamentos del privilegio tradicional. En los dibujos de Los Caprichos Goya sentencia, ya con dureza y sin freno, su descarnada crítica social hacia todos los males con estridencia: la ignorancia y el abuso de poder; el engaño amoroso y superioridad del  hombre; la mala educación y vicios de su tiempo. Es a nuestro parecer el visor crítico mejor del maestro, que  abre para nosotros las escarnecedoras esencias de nuestra forma de ser, de nuestra historia. Esa crítica social tan ácida, que nadie se atreve a hacer, del clero, de la guerra, de los engaños amorosos, de la monarquía, etc. Una mirada que no es en absoluto de presente, sino de pasado y de futuro a pesar de ser deformante por su imaginación inconmensurable. En ese mismo tono ácido, con abrumadora imaginación, se encuentran Los Disparates: que nos hacen reír por su gran capacidad para ir de la sátira a la burla, de lo bufo a lo grotesco (véase el Cuaderno de Burdeos), al tiempo que trascendemos a la mayor de las tristezas cuando comprendemos la atinada crítica mordaz de una pobre realidad.

En los retratos tenemos la excelencia del pintor que sabe dibujar con maestría, que tiene oficio, arte y rentabilidad, atendiendo las demandas (con prestigio ganado); más allá de las calidades y consecuciones de parecido fisionómico, que eran obligadas (así como la plasmación de clase social), su magisterio queda patente en la captación de personalidades, estados de ánimo y profundidad psicológica. Goya penetra con mucha soltura en el alma de los retratados. Es un retratista magnífico; incisivo siempre. Otros dibujos presentan perspectivas distintas, como las escenas de tauromaquia, en las que prima también la tragedia a pesar de ser un espectáculo de ocio y diversión. Ell maestro no hace concesiones y critica con crudeza realizando una lectura verídica de la realidad. Sin menoscabo de ese otro Goya cronista social, ensalzado por el tópico, que muestra representaciones de majas y toreros, comidas campestres y juegos populares (el corro…), que siempre tienen en el fondo una lectura crítica más allá de la superficial alegría. Aparentes paradojas de un genio que fue sin duda ilustrado, amante de la cultura popular y del Pueblo.