Para María y Claudia y Antonio y para tantos médicos y médicas capaces, además, de ponerse en nuestro lugar.

 

“Triste para el médico es que, sabiendo que necesitan medio kilo de jamón, receta unos supositorios.”

Hilario Ángel Calero

 

 

Esto no es un metacuento ni un cuento recuento. Esto es… A ver cómo lo explico… Se trata de una historia real irrumpiendo y moldeando sin permiso, el relato que yo andaba hilando al calor de una Hilariada.

Conecto la radio y –precisamente hoy que debo acudir al ambulatorio- la primera noticia -una bofetada- refiere la agresión a un médico porque, al parecer y resumiendo, entre sus cualidades no se hallan la de hacer milagros ni la de caerle bien a todo el mundo. Se nos han olvidado demasiado pronto –me digo- los aplausos en los balcones y las loas a médicos, enfermeras y personal sanitario. Se nos ha olvidado su generosidad y los riesgos (incluido el de morir) asumidos en la pandemia. Olvidados su saber y su sentir como seres humanos. Somos de bandazos: Hoy te como a besos y palmitas y mañana, si te he visto

En un lejano pueblo, a lo mejor a ti te pilla cerca, hace más de medio siglo, un buen hombre había perdido a su mujer, tras una penosa enfermedad. Se hallaba atrapado en un estado de tristeza y melancolía y en un no querer ver a nadie ni comer ni casi vivir.

Sus hijas, muy preocupadas por el estado del padre, pidieron al médico que le hiciera una visita y este, apenas halló un momento, se llegó a ver a su paciente y vecino. Lo encontró en el patio, sentado en una silla baja de anea, a la sombra de la parra. Picaba con la navaja en trocitos pequeños (como tantas veces vio hacer a su mujer) las mondas de los pepinos para dárselas a las gallinas. Se sentó cerca de él y mantuvieron, mirándose a los ojos, una conversación en voz baja. Y el hombre que era médico recibió, como una descarga, la pena que despedían los ojos del otro ser humano

A punto de marcharse, las hijas le preguntaron si podía recetarle algún remedio que lo aliviara y, cariacontecido, el médico extendió una receta, sin necesidad de papel: “Sacad las gallinas del gallinero y llevadlas a la enramada que tenéis en las afueras del pueblo”. Y, ante sus caras de sorpresa, añadió a modo de explicación: “A ver si de esa forma conseguimos que vaya saliendo de la casa.”

Y así fue, aquel hombre (con la pena sobre los hombros) consiguió salvar el umbral de su vivienda, para ir a dar de comer a las gallinas… Lo demás fue llegando muy poco a poco.

Me viene al pensamiento una Hilariada y admito haberme equivocado al anclarla en los años de la jambre, devoradores de tantos sueños y esperanzas. Entonces y ahora, solo se salvaba –no siempre–la empatía. Una cualidad humana que nuestros abuelos, sin conocer su nombre, valoraban e invocaban con una expresión de andar por casa: “¡Tú ponte en mi lugar!”.

Si los médicos de aquellos años (y los de hoy) levantaran la cabeza, ofrecerían sobrados ejemplos sobre la reflexión en clave de humor de Hilario Ángel: “Triste para el médico es que, sabiendo que necesitan medio kilo de jamón, receta unos supositorios.” La delicada salud del certero analista, propició -más de lo deseado- los encuentros con aquellos galenos de pueblo y es posible que, en un duelo de miradas, recibiera -una descarga eléctrica- la tristeza de quien debe combatir a enemigos terribles: La enfermedad y el hambre y el miedo…, con una espada de madera y un escudo de imaginación y coraje.

Apago la radio y, echando los pies a tierra, adivino que sin mediar demasiadas palabras dos seres humanos (Esta vez, médico y paciente) sufren como propio el dolor que atraviesa al de enfrente. De no ser así, el primero extendería recetas como un autómata, mientras el otro, para sus adentros, sentencia: Si no ve lo que me duele de verdad, los supositorios…por donde le quepan.  

Se abre ante mí la puerta automática del Centro de salud y me alcanza la certeza de que si esta mañana, un médico o una médica, mirándome a los ojos, me receta unos supositorios, aunque me dé por culo, (el supositorio) va para adentro sin rechistar. Comprendo que lo de ponerse en el lugar del otro, con ciertos medicamentos, no pasa de ser una figura retórica. 

Terminó la consulta y está decidido: Hoy mismo sacaré las gallinas de casa y, antes de pasarme por la farmacia, compraré una bandejita de jamón del güeno. -¡Bien servía y sin anestesia!- To no van a ser penas.

 

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