Por Juan Andrés Molinero Merchán

 

Claman al cielo los precios de la luz con voces agónicas, pero de nada sirven. El vértigo continuo de las tarifas eléctricas, a estas alturas, resulta frustrante y completamente desolador. Cuando las cifras ascienden por encima de los 110 euros el megavatio hora (MWh), superando los techos de todos los tiempos y sin horizonte claro, está todo dicho. Elocuentes son los récords históricos de julio, que ha cerrado con una media diaria de 92,42 euros el MWh que nos parecían insuperables. Los hogares españoles hemos sufrido el incremento de precios del suministro eléctrico sin apenas parpadear, acumulando una factura (de enero a julio de 2021) de 470 euros frente a los 381,28 euros del pasado año. Esa es la situación, cuando vivimos días de calores infernales que dejan esos valores por tierra. Las quejas del usuario llegan simplemente a golpe de alarmismos de noticiario, sin poner a veces un punto de cordura. Ciertamente la situación es bastante grave, sin que nos demos mucha cuenta de ello. Se trata de un problema que tiene mucha más enjundia de lo que parece. Muy poco o nada comprendemos del entramado energético que subyace en todo este escollo. Efectivamente vemos que se incrementan los precios, que se encarece la energía y que el gobierno apenas si pone manos a la obra para la contención de tal avalancha. El precio de la energía, realmente, no es mayormente lo que se paga, pues su peso en factura no llega al veinticinco por ciento (24%), siendo la mayoría (50-55 %) correspondiente a peajes (redes de transporte, distribución) y cargos (fomento de energías renovables, déficits de tarifa…) y el resto de impuestos. Cierto es que el pasado mes de julio el Ejecutivo rebajó del 21 al 10% del recibo eléctrico de la luz (y suspender el impuesto de generación eléctrica), y que apostilla con voces autorizadas (ministras) para establecer medidas de choque para refrenar los cotes, pero no parece que el bloque de contención sea suficiente.

El ciudadano de a pie difícilmente puede comprender los valores desorbitados de unas facturas de luz completamente insoportables. Muy lejos de los consumidores quedan las mercadurías de las compañías eléctricas en la subasta de mayoristas y comercializadoras, que hacen virar los precios al tenor de las demandas, estimuladas a su vez por las necesidades de los usuarios (doméstico, industrial…). Complejo es sin duda el procedimiento y el mercadeo, pero realmente mucho más aristado es el fondo de la cuestión, que tiene como marco de referencia el sistema económico capitalista en el que nos movemos (de una parte), la demanda de una sociedad de consumo y un estado de bienestar cada día más exigente.  La energía, sea la que fuere, siempre ha sido el motor del mundo (qué duda cabe), pero en los tiempos que corren resulta un recurso completamente deficitario, sujeto a las disponibilidades de distintas fuentes, usos desorbitados que hacemos y compañías productoras que hábilmente manipulan la energía en favor de sus beneficios. Entre los dos parámetros más claros de la difícil competencia de recursos se encuentran dos causantes fundamentales, el CO2 y el gas natural, cuyo encarecimiento agrava sobremanera el coste de la luz. El valor brutal del primero reduce cualquier expectativa energética para gran parte de los países del concierto internacional, toda vez que los derechos de emisión se encuentran por las nueves y disparados, superando al comienzo de agosto los 54 euros por tonelada, cuando a principios de año estaban a poco más de treinta (33). Por su parte, el gas natural causa estragos sobrevenidos a un país como el nuestro, con precios de pánico superiores a los 43 euros por hora (MWh), teniéndolo que comprar a precio de oro a Alemania y Francia con las carencias existentes por doquier y las insistentes tiranteces del mercado, cuando las reservas brillan por su ausencia.

Con esta panorámica, nada alentadora, el consumidor poco puede hacer. Casi nada en el ámbito de los protagonistas que intervienen en el conflicto, que son muchos e impersonalizados, sin rostro al que se le puedan exigir culpas. Con uñas muy afiladas para defender sus intereses económicos. En la esfera de lo personal, lo venimos haciendo, revisar tarifas como locos y aprovechar segmentos temporales de menor coste, teniendo que ajustar al máximo hábitos de vida domésticos (lavadora, aire…) que tampoco nos sacarán del problema. Al menos en lo más grueso. Como todos los grandes problemas de la vida, las soluciones no son nunca fáciles, y menos en este caso, que ponen en jaque a las grandes compañías eléctricas, poderes políticos e intereses económicos. Solamente con un fuerte grado de concienciación personal, modificando de conceptos vitales sobre el planeta y la energía, estilos de vida y un estado de bienestar distinto torcerá los destinos de quienes manejan los hilos de la luz. De momento solo nos queda mirar al cielo, soportando el calor infernal y los precios (si se puede) en esta tierra de María Santísima sin encontrar luces de solución.