Si sometiéramos la actuación de Juan Carlos a un juicio histórico, en tiempos de la Inquisición, a buen seguro hubiera sido condenado a la hoguera; y, en todo caso, no lo salvaría ni la ley divina ni la ley humana. No obstante ya se cuidarán de salvarlo los políticos. Salvar o no al rey se ha convertido en un tema de interés político, y como suele ser habitual en esta “ciencia o arte de mentir” se esmeran en tergiversar, incluso la más simple realidad para conseguirlo.

“La persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad”, así reza el artículo 56.3 de nuestra actual Constitución.  Los padres de la patria construyen un argumento falaz confundiendo intencionadamente la figura de la persona real con la institución de la monarquía. Ambas cosas no son lo mismo. Aún incluso otorgándole a la monarquía un carácter teocrático, tampoco estaría exenta de responsabilidad el monarca de turno.

Remontándonos al siglo VII, el Fuero Juzgado ya recogía que el rey y los pueblos deben ser sometidos a las leyes ( Que el rey e los pueblos deven ser sometidos de la leyes”- Libro II, Titulo I, Cap.II. El título de dicha ley romano-visigótica ya es muy significativo “tanto la potestad real como todo el pueblo está sometido al respeto de las leyes”. Así, ya hace XIV siglos se estableció por ley que, por ningún motivo se exima a nadie, ni por la dignidad ni por el poder que pudiera ejercer ni por la dignidad de la persona, ni por la dignidad del poder, del cumplimiento de las leyes. Tampoco la iglesia excusa a los monarcas del ejercicio recto de su deber.

 El  IV Concilio de Toledo, en el año 633 en uno de sus cánones estableció: “Y acerca de los futuros reyes, proclamamos esta determinación: que si alguno de ellos, en contra de la reverencia divina o las leyes, ejerciere sobre el pueblo un poder despótico con autoridad, soberbia y regia altanería, entre delitos, crímenes y ambiciones, sea condenado con sentencia de anatema ( sign. Exclusión o Excomunión de una persona católica) por Cristo Señor y sea separado y juzgado por Dios, porque se atrevió a obrar malvadamente y llevar el reino a la ruina.”

Hay que distinguir entre la función y la persona del rey y, en ese sentido,  el legislador constituyente no estuvo muy acertado o se extralimitó más allá de la legitimidad que se les atribuyó para la confección de la Constitución de 1978. El confusionismo alimentado por los políticos actuales, defensores de la persona del rey,  no de la monarquía, caen en el mismo error de interpretación interesada haciendo un todo de algo que es diferenciable.

Si entendemos que la persona del rey es inviolable se le está otorgando una capacidad extra-legen, por encima de ella, y en consecuencia podría cometer toda clase de actos delictivos sin ser sometido a responsabilidad de ningún tipo, ni penal, ni administrativa, ni civil y tampoco política, pues según el informe de los letrados de Las Cortes, emitido en relación con la Comisión de Investigación solicitada por Unidas Podemos, las Cámaras legislativas no tiene legitimidad para controlar a la Monarquía.  ¡Vamos que volvemos al absolutismo de la Edad Media¡

Un vez proclamada la ley, que ni tan siquiera (como ocurría en los tiempos citados del absolutismo) nace de la voluntad del rey, éste, como persona, debe obedecerla ya que el rey lo hace el derecho, no la persona, aunque su legitimidad le venga por descendencia; legitimidad que también se la reconoce el derecho constitucional, siendo la persona designada quien debe adaptarse a la realeza, y no la realeza adaptarse a la persona.

Si la monarquía como institución desaparece, el Estado seguirá conformado y gestionado políticamente en cualquier otra forma de gobierno. Por el contrario si un  Estado desaparece, consigo desaparecerá el rey y la propia Monarquía

Un Estado  “moderno”, de serlo, debe ser superior al rey y no debemos ni podemos olvidar que un Estado lo crean las leyes y lo  conforman los ciudadanos, y en favor de éstos deben de girar todas las instituciones. Como dijo el rey visigodo Recaredo en un mensaje que dirigió al Concilio III de Toledo en el año 589: “Aunque el Dios omnipotente nos haya dado el llevar la carga del reino en favor de los pueblos…..”

La monarquía, por tanto, no es absoluta, ni eterna ni infalible ni inviolable y mucho menos el monarca que la representa, ya que frente a ella aparece siempre la cosa pública, el bien de los ciudadanos y de la comunidad y todas las instituciones democráticas está destinadas a ese fin. Muera la monarquía, Dios juzgue al rey, y  la justicia siente en el banquillo a Juan Carlos de Borbón y Borbón, aplicando su propio lema de “Todos somos iguales ante la ley”. ¿O no?.