Un extraño comienzo anual en nuestra existencia. El historial de nuestras vidas nos ha acostumbrado a vivir con patrones, con cartas marcadas, con las que nos movemos habitualmente como jugadores de postín, creyéndonos los mejores de la partida a pesar de ser conocedores de la engañifa. Casi siempre vivimos situaciones y eventos conocidos, aunque nos parezcan nuevos, porque los hemos visto otras veces, de otras personas, de la Historia misma, que es una rueda de repeticiones con ligeras modificaciones. Al menos eso es lo que percibimos, aunque sea todo lo contrario, pues el mundo es muy grande y con él los miles de existencias, variables, derivadas y recovecos de la humanidad. Nada hay más cambiante que la naturaleza misma, de la que somos hijos de sangre; sin embargo –digo– nuestra percepción es la contraria por nuestras limitaciones humanas, por la sistemática de las leyes naturales (a pesar de su complejidad y mutabilidad), etc., pareciendo que camináramos por una senda conocida por la que podemos andar fácilmente sin el menor atisbo de tropiezo. Con la actual situación de pandemia vamos a vivir una rareza de las que se presentan a menudo en la Historia, aunque son poco perceptibles en los momentos de su desarrollo. Me refiero a la mirada tan especial del año nuevo que nos toca transitar en estos momentos: cuando hemos vivido un acontecimiento histórico, completamente inesperado, de dimensiones mayúsculas que ha condicionado gravemente nuestros avatares vitales. Nos ha dejado una impronta difícil de borrar en nuestra conciencia. Lo cierto es que seguimos viviendo ese marasmo gigantesco que no ha terminado, que no sabemos muy bien sus horizontes (a pesar de las vacunas) y se proyecta al futuro con grandes nubarrones, color negruzco y densidad abrumadora de interrogaciones.

En esta tesitura nos encontramos, cuando el calendario astronómico sentencia con su trasiego habitual que llega el Año Nuevo, que han pasado los trescientos sesenta y cinco días y el orbe occidental (católico, esencialmente) celebra, habitual y simbólicamente, con boato desenfrenado. En términos convencionales hemos asimilado como cierto el sentido de renovación, purificación, paso franco a un nuevo periodo. Es como si la varita mágica del tiempo nos diera una oportunidad para cambiar, para dejar atrás el legado trasnochado de los meses anteriores; como si entráramos a una nueva senda sembrada de oportunidades que ingenuamente interiorizamos con optimismo; más allá de la intriga e incertidumbre existente.  Tradicionalmente entendemos el Año Nuevo como una prebenda que nos viene dada por el simple trasiego del calendario. Con la mayor de las euforias celebramos el nuevo año con buenos deseos, magníficos augurios, actitudes y disposiciones completamente optimistas. Es ante todo una oportunidad a ciegas.

Un regalo del cielo. En el presente año –digo– la percepción es distinta y distante. Conocemos parcialmente el futuro. La Historia nos ha puesto en la tesitura de vivir un evento inverosímil (hace un año) del que no sabemos el final a largo plazo, pero a corto y de momento advertimos bien su perdurabilidad durante meses; así pues, el Año Nuevo tradicional es en el presente un Nuevo Año, con más de lo mismo, con la secuencia de una perspectiva conocida que deviene de un difícil confinamiento, de un impresionante tráfago de muertes, con una panorámica triste de mascarillas y restricciones; y prácticamente con la incertidumbre toda metida en el cuerpo.  Pocas veces, o ninguna, hemos tenido delante de nosotros un futuro inmediato tan certero delante de nuestros ojos. 

Tal razonamiento pudiera parecer catastrofista, abrumador y completamente pesimista. Creo sin embargo que debe ser todo lo contrario. Entiéndase que nuestras actitudes habituales de buenismo ante el Año Nuevo con infinitos deseos (amor, felicidad, riqueza, cumplimiento de aspiraciones…) son casi siempre, y simplemente, buenas intenciones sembradas de convencionalismo y muy poca realidad. En el presente final de año tenemos la oportunidad, sin embargo, de jugar en la vida con mayor honestidad. Podemos y debemos tener una percepción distinta y una actitud diferente. Debemos dar al nuevo año una respuesta voluntaria sin artificios. Debiéramos comprender que tenemos el futuro en nuestras manos y que no depende simplemente de un calendario, sino de apuestas personales por una mirada positiva; construyendo una realidad satisfactoria a pesar de las adversidades. Los meses pasados debieran habernos enseñados infinidad de actitudes y comportamientos, formas y estilos de vida distintos a los que habitualmente estamos acostumbrados. Sabemos que el Nuevo Año seguirá de momento por los fueros de la Pandemia, y durará meses, pero estamos obligados a tener actitud  abierta e ilusionada a pesar de llevar en nuestra mochila un bagaje impresionante de pesadumbre. Tenemos que ser capaces de superar situaciones negativas convirtiendo en realidad aquellos principios de los que habitualmente hablamos con superficialidad y poca verdad: solidaridad; respeto; comprensión hacia quienes verdaderamente lo pasan mal; apostar por una sociedad más equitativa, etc. No se trata de palabras, sino de hechos que evidencien que de verdad estamos aprendiendo a ser mejores, a vivir y soñar ilusiones capaces de convertir en realidad. El Nuevo Año tiene y debe ser fruto de nuestras respuestas con verdad y convencimiento, buscadas denodadamente, sin dejar ni un ápice al destino o a las buenas intenciones.