Son muchas las historias que venimos contando desde que el coronavirus se ha convertido en el eje de nuestras vidas. La enfermedad ha cambiado nuestra rutina, la vida de muchísimas personas, la forma de relacionarnos y también la manera de mirar nuestro día a día. Entre todas esas historias faltaba la de plasmar el relato de quien ha vivido el coronavirus en primera persona y ha pasado a formar parte del grupo más deseado, el de pacientes que han superado la enfermedad. Este es el testimonio de una paciente curada, la pozoalbense Olga Salamanca.

Trabajadora de la residencia Figueroa de Córdoba, Olga Salamanca comenzó la pandemia en la primera línea de batalla, lugar desde el que la sigue viviendo tras reincorporarse a su puesto de trabajo. Su historia se remonta a finales del mes de marzo, cuando tras una semana de descaso se incorpora a su trabajo con un positivo ya entre los residentes. “Durante esa semana mis compañeras habían empezado a tomar más medidas de seguridad porque había un caso sospechoso, se empezó a trabajar con más EPI de los que se suelen utilizar”, relata. Con el estado de alarma ya declarado y todo el país en confinamiento, Olga decidió cambiar el lugar donde afrontaba ese periodo con su marido y sus tres hijos porque sabía las posibilidades que tenía de contraer la enfermedad y el contacto con los suyos elevaba el riesgo de contagio.

“Dejé el campo y me vine a Pozoblanco triste porque sabía que podían pasar muchos días hasta volver a ver a mi familia. Cuando llevaba cuatro días en mi casa empecé con los primeros síntomas y arrancó el proceso de la enfermedad”, relata. Una tos continua y “cansina” le puso en alerta y siguiendo las recomendaciones se acercó al Centro de Salud de Pozoblanco donde ya se le trató como un posible caso de Covid-19. Por entonces, la esperanza de que fuera un simple resfriado se mantenía intacta porque la fiebre, síntoma asociado desde el primer momento a la enfermedad, no había hecho acto de presencia. Pero no tardó, como tampoco el resultado tras un PCR que marcó el diagnóstico, un positivo que dejaba a Olga Salamanca entre los pacientes de coronavirus.

Un diagnóstico que asimiló en la soledad en la que vivió el resto del proceso porque “es una enfermedad en la que estás sola, puedes compartir muy poco, tan solo por el teléfono y con un añadido, que no quieres preocupar a nadie. Había días en lo que me encontraba muy mal”, apunta. A los diez días, y con la fiebre sin remitir, el médico envió a Olga Salamanca al Hospital donde pasó una semana ingresada ya que una placa reflejó una mancha en un pulmón alertando de una neumonía. “La verdad es que cuando llegué a Urgencias y me dijeron que tenía que quedarme me sentí mucho peor, porque vuelvo a incidir en el componente de soledad que tiene esta enfermedad”, puntualiza.

Y a la soledad, Olga Salamanca suma la “incertidumbre de no saber si serás de los privilegiados que la pasan con tos o síntomas gripales o de los q desarrolla neumonía o síntomas de mayor gravedad”. Sentimientos y sensaciones complejas de manejar porque “el Covid-19 entraña aspectos psicológicos que la alejan de otra enfermedad”. Mientras se lucha contra la enfermedad también hay lugar para otros sentimientos, como el de la rabia y la impotencia ya que “el personal sanitario o sociosanitario nos hemos enfrentado a la enfermedad sin medios, nadie nos ha informado de lo que estaba pasando y sientes una doble impotencia pensando en si esto se podía haber evitado”. Por eso, resalta labor de “todo el equipo del Hospital Comarcal porque he podido comprobar su preparación, que al igual que la nuestra en la residencia, se ha ido aprendiendo, los sanitarios hemos superado la prueba con creces porque hemos sabido aprender conforme avanzaba la enfermedad”.

Los reencuentros y la recuperación de los abrazos

Tras una semana ingresada, Olga afrontó la última parte de su aislamiento de manera más “liviana” porque volvió a la sierra con su familia, donde las ventanas se convirtieron en el mejor vehículo de comunicación. Allí esperó el resultado de un segundo test, este lleno de esperanza porque el ansiado negativo llegó y con ese resultado los abrazos. “Recibí la llamada que me confirmó el negativo, abrí la puerta y me abracé a uno de mis hijos, me arreglé y me fui a buscar a mi marido, fue un día lleno de abrazos y besos”, recuerda con emoción. “Yo es cierto que no lo he pasado tan mal como otras personas, pero lo cuento con esperanza, había días que abría el móvil y tenía muchísimos mensajes, he sentido el cariño de mucha gente”, afirma.

Una esperanza que extrapola de igual manera a las “oportunidades” que esta enfermedad ha dejado. “Hay que ver las cosas de forma positiva, mis hijos han visto ejercer a su padre de madre y de padre, a su hermano mayor cuidarles, hemos movido una solidaridad increíble, todo eso es positivo”, detalla a la par que deja claro que ante el futuro esa solidaridad no hay que olvidarla. Como tampoco hay que olvidar el sufrimiento vivido en las residencias porque “no se actuó cuando se vio que la enfermedad afectaba a las personas mayores”. “No podemos olvidarnos de generaciones tan importantes, nosotros tenemos casos insólitos, pacientes con 101 que se han recuperado, residentes nonagenarios que han aguantado 40-50 días de aislamiento. Nos preguntan cuándo se va a ir el bicho para que puedan entrar sus hijos, no podemos olvidarlos. Cuando estaba mal yo pedía a mi gente que rezara por mí, pero más por ellos, porque la impotencia ante lo sufrido es muy grande”.