Soy de los que piensan que los pueblos y ciudades tienen un alma colectiva, que son seres animados que respiran, sienten y padecen. Es por ello que veo que anda últimamente Pozoblanco cabizbajo y melancólico, como hermano mayor destronado por la llegada de un nuevo hijo a la familia. Si buceamos a lo largo de su dilatada historia, Pozoblanco se erigió pronto en cabecera de la comarca de Los Pedroches, destronando primero a la villa madre, Pedroche, y desbancando después a Torremilano, definitivamente cuando el corregidor vino a asentarse en esta villa de piedra y cal, sin otro particular, en agosto de 1771.

A buen seguro que fue la natural predisposición de sus habitantes al emprendimiento –palabra tan de moda y desgastada en estos tiempos- unida a la ganadería ovina y la proliferación de los telares para la transformación de la lana, la que asentó definitivamente a Pozoblanco como capital de la antaño provincia árabe de Fash al Ballut. Fuera por la tradicional fama de ser los “judíos del valle”, dispuestos siempre al mercadeo y al negocio, o por lo que fuera, Pozoblanco fue aglutinando en torno a sí, una serie de características que le hicieron ser la vanguardia del norte de la provincia de Córdoba. Tanto a nivel económico, como cultural, deportivo o social, nuestra localidad era siempre el lugar por el que entraba, vivificante, el aire nuevo que renovaba, cada cierto tiempo, ese otro aire enrarecido y pesado que, indefectiblemente, acaba afectando a las zonas rurales. Y si Pozoblanco ha llegado a ser lo que es hoy en día, se lo debe, en gran parte, a la colaboración, esfuerzo y trabajo de gentes venidas de los pueblos la comarca y de fuera de ella, que buscaron en esta ciudad los productos o el trabajo para sacar adelante a sus familias.

Es lo que siempre me ha llamado la atención de Pozoblanco y su historia, esa doble alma, esa bipolaridad, capaz de alcanzar altas cotas de espíritu renovador y de vanguardia, o de quedarse estancado y encerrarse, como bien definirían los regeneracionistas del siglo XIX, bajo las siete llaves del sepulcro del Cid. Lo he podido comprobar investigando, por ejemplo,  el callejero de Pozoblanco. Aunque algunos me tacharán de extremista o de “mirar siempre desde el mismo bando”, no es lo mismo dedicar una calle, por poner un ejemplo, a don Benito Pérez Galdós, del que celebramos ahora el centenario de su muerte, o a Victoria Kent1, que a personajes, cuanto menos siniestros, como José Antonio o el ‘Generalísimo’. Porque, como escribí ya en otra parte, en Pozoblanco coexisten, con mayor o menor armonía dependiendo de las épocas, dos sensibilidades distintas: una más conservadora –en todos sus grados- y otra más progresista –algunas veces, revolucionaria-.

Pero centrándonos en el objeto de este artículo, pienso y creo que Pozoblanco ha entrado en una fase de aletargamiento social y cultural, un encerramiento en sí mismo, que le ha hecho perder esa vanguardia que siempre fue, para quedarse con la parte de reserva, sobre todo espiritual, de aquella que se estilaba en la época de aquel general culón y paticorto, de lo añejo, como si tuviera miedo al futuro, a no saber qué va a ser de mayor.

Este estancamiento se nota más porque, además, otras localidades de Los Pedroches, y de ello nos felicitamos sinceramente, han cogido el testigo de la vanguardia en distintos aspectos. Por solo citar algunas actividades, podemos hacerlo de Añora y sus Olimpiadas Rurales, que concitan cada año –excepto imprevistos como el actual- a miles de jóvenes entusiastas con el deporte, la tradición y, sobre todo, la amistad. A Dos Torres con su importante inversión en el aspecto cultural o, como en estos días, unas jornadas LGTBI de un altísimo nivel y que para sí quisieran otras localidades mucho mayores. O Hinojosa del Duque también con su apuesta cultural o asociativa a través de la Cívica. O Pedroche con sus jornadas de historia local o de memoria histórica, o Villanueva del Duque y su Semana de Turismo… Son solo algunos ejemplos en los que los respectivos Ayuntamientos han sido la palanca generadora de nuevas actuaciones, de una renovación, un cambio de aires tan necesario. Y no es el aspecto político concreto el que genera ese cambio, ya que estamos hablando de consistorios con diferentes  ideologías.

Mientras tanto, hace unos años ya, Pozoblanco se ha perdido por el camino. No se encuentra. Atrás quedó, por poner un ejemplo musical, los multitudinarios festivales del Popzoblanco, referente a nivel nacional. Ahora tenemos un estupendo festival como Al Fresco, con lo mejor de la música actual, pero al que solo vamos cuatro gatos. Tenemos un maravilloso teatro, El Silo, donde viene la flor y nata del teatro nacional pero que, pocas veces, cuelga el cartel de no hay billetes. O el añorado Festival Periscopia, que durante unos años refrescó los plúmbeos veranos de Los Pedroches, gracias a la iniciativa de una juventud entusiasta que, ahora, parece haberse esfumado sin que nadie haya tomado el relevo.

Por parte del Ayuntamiento se insiste en potenciar fiestas que no lo necesitan porque son parte del acervo cultural de hace siglos, léase romería de la Virgen de Luna, Semana Santa o la feria de septiembre, fiestas que funcionan por sí solas. Ese espíritu de convertirnos en reserva espiritual mirándonos el ombligo en tiempos de cambio como los actuales, hace mucho daño a Pozoblanco que necesita, primero, saber qué quiere ser y cómo conseguirlo. Veo mucha apatía por parte de las instituciones municipales, reflejo de la apatía y hastío general de la sociedad pozoalbense y, si las épocas de crisis son una oportunidad para el cambio, Pozoblanco no está haciendo los deberes.

Vuelvo a repetir, antes de finalizar, que esto tan solo es una opinión, la mía. Pero me gustaría se abriera un debate a nivel político y social en el que seamos los ciudadanos y ciudadanas de Pozoblanco,  a través de sus distintas asociaciones, las que decidamos si nos sacudimos las moscas y volvemos a ser la vanguardia de la zona norte de Córdoba, o nos replegamos y quedamos para siempre siendo solo su reserva espiritual.

 

Notas: (1) Las calles San Sebastián y Santa Marta se llamaron durante parte de la II República, Benito Pérez Galdós y Victoria Kent, respectivamente.