“Abril es el mes más cruel”. Esto decía T.S. Eliot en un poema de la La tierra baldía a principios del siglo pasado en el que hablaba de la deshumazación y del desarraigo del hombre después de la catástrofe de la Gran Guerra. Y no estoy de acuerdo. Este abril, no. Además, yo soy más de Kipling, If.

Abril es el mes de la primavera, del sol, de la lluvia y el viento; es decir, es el mes del sol y de la lluvia y del viento a la vez. Lo sé porque llevo observando todo esto en el rosal que crece y quiere florecer enredado a la tapia encalada del patio. El rosal tiene un tronco fuerte de donde salen tres grandes ramas que se elevan buscando la luz del sol. La misma luz que se refleja en el blanco de la cal y deslumbra a cualquiera que lo observe.  Ese tronco común que luego se repate en tres grandes ramas me recuerda a la familia: es como un árbol genealógico. También lo digo porque el rosal es de la abuela, pero este otoño lo podó mi padre y ahora lo riego yo.

A veces cuando leo el poema de Eliot creo que dice que abril es el mes más cruel porque en él se adivina la esperanza de la primavera: el florecer; pero luego todo puede quedar en nada: la esperanza perdida. Y también a veces le doy la razón. Abril no es febrero ni es una siesta en pleno agosto tampoco. En abril hace calor y vuelve el frío como en la madrugá del Jueves al Viernes Santo y llueve y lo jode todo. Me gustaría poder hablar de Dios, pero esta Semana Santa no puedo o no puedo hacerlo esta Semana Santa. La cosa es que creo que el poeta se equivoca  – y los poetas no se equivocan – como se equivocan todos los agoreros. O por lo menos se equivoca en este mes de abril.

Hace un par de días acompañé a mi padre a vacunarse. Tenía miedo de que le sentara mal y no quería ir solo. No puedes decir que no a la familia. Y menos a tu padre. Y menos si tu padre es quien poda el rosal que tu riegas para que crezca y florezca. Allí además había mucha gente de su generación, la del Babyboom. Estaban mi amigo Pedro Pérez y Santos Cabrera y Rafa el perito. Todos recién jubilados o casi. Por eso T.S. Eliot se equivoca, porque se merecen disfrutarla: porque son los que podan el rosal. Igual que la abuela, que ahora tiene noventa años, que fue quien plantó el rosal e hizo que el tronco fuera fuerte. Ese rosal que ahora regamos nosotros. La familia otra vez. La familia siempre.

La vacuna avanza y está llegando, tarde y lenta, sí; pero llega. Pero igual me acuerdo de quienes en la pérdida lloran esta primavera y sobre todo me acuerdo de quienes no han llegado. Y entonces pienso en Miguel Hernández y su elegía a Ramón Sijé: “Yo quiero ser llorando el hortelano / de la tierra que ocupas y estercolas, / compañero del alma, tan temprano”. Demasiado temprano. Ojalá este abril hubiera llegado antes para decirle a Eliot que se fuera al carajo.

El problema es que también veo en este abril florecer entre vientos, soles y lluvias una ola que nos puede quitar el sueño de las siestas de agosto. La cosa es que hasta lo entiendo, no se puede mantener la tensión 24 horas al día 7 días a la semana durante un año y menos en la primavera de la vida. Es imposible no distraerse. Pero hay que regar el rosal. Por las abuelas que lo plantaron y los padres que lo podan. Justo por esto último es por lo que Eliot puede llevar razón también este mes de abril. Tenemos la obligación de regar ese rosal y lograr que abril, por una vez, sea distinto; que por una vez el poeta se equivoque, que abril no sea el mes más cruel.