Hace un mes o poco más de un mes ocurrió uno de los dos equinoccios que los humanos observamos, desde la venida del Homo Sapiens Sapiens, hace más de 100 000 años. El equinoccio es un fenómeno astronómico en el que el Sol está situado en el plano del ecuador celeste donde el Sol, además, alcanza su Cenit, y es entonces cuando éste coincide con el Ecuador y hace que en el planeta Tierra sea primavera. Lo explico con detalle para que te des cuenta del milagro de la vida que vivimos cada año y tengas claro lo ridículos que somos. Todo vuelve. Todo el rato. Siempre.

Este año ha llovido lo suficiente para que los arroyos arrastren todo el barro y el fango y todos los árboles y retamas muertas que la oscura sequía, que hemos vivido durante años, dejó en sus cauces. Los ríos han crecido, los embalses se han llenado y la explosión de flores y colores del campo, aún sin trabajar, dibujan paisajes que hace años que no recordábamos. La factura de la pandemia es más larga de la cuenta.

La primavera es un anuncio del verano, pero con lluvia, viento y sol a la vez, es decir, es una revolución que permite, si te paras por un instante, observar cómo se mueve la vida: tus abuelos con los ojos cerrados tomando el sol del parque, tus hijas creciendo, la boda de tu hermano y esa melancolía futura de que el tiempo pasa inexorablemente. Y es que las cosas se ponen en su sitio, aunque duelan al principio. Tener quince años y que te rompan el corazón es normal y no está mal y no pasa nada: es la primavera de la vida. Y tiene que pasar, al menos una vez. Eso es vivir.

Las tardes tan largas después de trabajar te hacen respirar de otra manera. El mundo es un poco mejor por un instante y te permites el lujo de despistarte para comprender todo lo que habita a tu alrededor mientras riegas las macetas del patio o te acercas, el lunes, al súper, a comprar jamón york y pan bimbo; porque el sábado no da para más y se te olvida. Hay una parte de la verdad de la vida en ese momento mientras piensas que tampoco está tan mal éste lugar acelerado y sucio en el que nos ha tocado vivir mientras le pides cuarto y mitad a la charcutera.

Observar como el sol nunca se acaba de poner es el lujo que tenemos los humanos. Que no se te olvide. Es igual que poner en bucle esa canción que llevas un mes quemando en el You Tube: viva La mujer de verde y Era de Estopa: era siempre primavera. La primavera es todo a la vez, y ése es el chiste de la vida: que es todo a la vez: reír y llorar y amar y tener miedo y abrazar y decir hasta aquí hemos llegado y no permitir que los años pasen valde y llegar a la puesta del sol de la vida derrapando. Pero aún queda.

Las tardes de primavera y la vida, mal que digan de esto último, son muy largas, insisto, y te dan tiempo para volver a ponerte en pie y mirar el Sol de mediodía. Aguantar el sofrito de la paella del domingo porque tu gente se lo está pasando bien. Sabes lo que digo. Recoger el pollo asado del domingo y llegar tarde con dos cervezas de más mientras piensas que están poniendo la mesa en casa; pero la mesa la acabas poniendo tú. La ventaja de tener 40 o más: nadie protesta demasiado.

La revolución que todo esto implica después del invierno es dura y difícil: pero tiene que pasar; o, mejor dicho: siempre pasa. Es la sabiduría que nos da el fracaso cada martes por la mañana antes de tomar café. Es aguantar el tirón antes de las vacaciones del verano. Es todo a la vez. Es, al fin, el pecado original de todos los abriles desde hace más de 100 000 años desde que el Homo Sapiens Sapiens está, estamos, en éste planeta azul y, como decía Estopa, como el amor: “nos condena y nos salva, nadie tiene la respuesta: era siempre primavera”, o, mejor dicho: es siempre primavera.