Pablo inauguró su bar en la primavera de 1992. Tenía poco más de 20 años y venía rebotado de uno de los garitos de su pueblo donde lo trataban como el culo y ponía copas y fregaba vasos y barría el suelo y aguantaba el tipo con los parroquianos por mil y pico de pesetas la noche. Las terrazas de los bares de copas no existían y las exquisiteces tampoco: Larios, Bacardí y whisky DYC con Coca-Cola, poco más; algún vodka peleón con naranja para las hijas del jefe mientras sonaba el Tractor amarillo de Zapato Veloz. Pablo quería más y olía un país donde la EXPO´92 y el AVE lo cambió todo.

Era el 20 de abril de 1992 y Pablo abrió el Monkey PUB usando el apodo que heredó de su padre para el nombre local: Paco el Mono. La primera noche pasaron dos cosas: hizo más dinero del que en su vida habría pensado y conoció a Susana. Aquella rubia de bote con ojos verdes y falda corta y pelo rizado de permanente lo cambió todo o casi todo. Iba con una Vespino roja con la luz de atrás fundida. Era prudente pero descarada como la madre que la parió. Tener moto a los 18 y ser tía en el 92 era un grado. Y todo se precipitó. Y era inevitable.

La primera vez que se besaron en el bar, Pablo estrenaba la cara B de un disco de U2 donde aparecía One. Si eso pasa es irremediable que para alguno de los dos fuera su último primer beso. 35 grados y un beso atravesado a últimos de julio anuncia la Feria de tu vida. Y fue la feria de su vida. De los dos. Eran la envidia del pueblo. Las verbenas eran suyas. Quitando a la madre de la rubia: que no se fiaba del guaperas del camarero, todo era perfecto.

Y el bar funcionaba. Aunque estaba al final de una calle angosta y con poca cera, Pablo lo llevaba fenomenal. Era tipo ordenado y limpio. Echaba las mañanas enteras en el bar limpiando y organizando aquel pequeño tugurio con mesas encastradas en la pared y los bancos de piel rojiza heredados de una antigua cafetería setentera. Tenía su rollo, buena música y un póster de Curro, la mascota de la EXPO del 92. A toda la basca le gustaba. Hacía chupitos graciosos y tenía el detalle de poner tazas de caldo de cocido de su madre a última hora para arreglarle el cuerpo al personal antes de irse a la discoteca de turno. Cerraba con Amigos para siempre de Los Manolos. Era un artista. No era casual.

Susana pasaba todas las mañanas a verlo mientras Pablo atendía a los viajantes de bebidas. En realidad, era deseo. El suyo y el de él. Eso que te sube cuando esperas a que llegue la persona que tiene que llegar a la misma hora todos los días. Y lo sabes. Y no es el panadero. No es que fuera perfecto, pero casi. Susana les vacilaba a las tipas que le tiraban a Pablo todas las noches con una elegancia exquisita. No es fácil ser la novia del camarero guapo y de moda del pueblo. Sobre todo, en verano y sobre todo con las forasteras que venían a comerse el mundo en agosto. Incluso se hizo amiga de Amara, que era catalana, de Cerdanyola del Vallès, y que un día le metió ficha, de más, a Pablo, sin saber, eso sí. Pero tener veinte años y ser casi de la capital tiene eso: la irreverencia.

Pablo se compró ese verano su primer coche. Un precioso 205 GTI blanco de alfombras rojas y de tres puertas. No se podía molar más. Aquel coche era el éxito. Se fueron a la playa los primeros días de Feria en aquel final de agosto: Susana, Pablo, Amara y Juan, el Toledano; un amigo íntimo de Pablo que le bebía los vientos a la catalana y al que la catalana le dio sopas con hondas en todos aquellos días playeros en Alicante. Tuvo que pasar otro verano más para que Amara y Juan se hicieran novios para toda la vida. En el radiocasete del 205 sonaba Joselito de Kiko de Veneno y Voy en un coche de Cristina y los subterráneos. Felicidad en carretera. 20 años y el amor. Y el techo solar del coche quitado oliendo a mar.

Pablo abrió el bar la última noche de Feria después de venir de Alicante, justo cuando cerraron las casetas. Se llenó. Se llenó para siempre en el recuerdo de todos. Lo dije antes: la Feria de su vida. Camisas arremangadas, vaqueros catetos y faldas cortas. Susana llevaba una cinta roja en el pelo aquella noche. Era la reina del baile y no lo sabía: ser natural es lo que tiene. Pablo la observaba desde la barra y se relamía en el pensamiento de su suerte. Sonaba La primavera de Camarón y Paco de Lucía. El pueblo la bailaba aquella madrugada del 29 al 30 de agosto. El verano terminaba para todos menos para ellos que se buscaban las miradas entre la gente y se besaban en cada esquina de la barra.

El Monkey PUB no aguanto la crisis del 93 y Susana y Pablo se fueron a Altea en Alicante y abrieron esta vez, juntos, otro bar. La última vez que los vi la Vespino roja de Susana y el GTI blanco de Pablo seguían en la puerta. Y allí siguen. Y no es nostalgia: es amor y ser valiente. Y me desdigo: aquella noche de julio, en aquel bar, fue para los dos su último primer beso.

 

En homenaje a los viejos camareros y camareras y a los viejos caseteros de mi pueblo. Y a los que lo fuimos y a los que también se fueron y ya no están.