Ocho de la tarde y los aledaños de la parroquia de San Sebastián dejan de presentar la estampa de un día cualquiera porque no lo es, es cualquier cosa menos un día más, es Viernes Santo, viernes de Soledad. Desde aquel barrio se pone fin al día más intenso de la Semana Santa pozoalbense y lo hace congregando desde el inicio a multitud de gente que consigue que el nombre de la Hermandad se quede solo en eso. Pasan los minutos, la Agrupación Musical llega en formación y toca las primeras notas, pero toca esperar algo más. A las nueve una llamada anuncia la apertura de las puertas, dentro todo se prepara para salir a las calles. Primero ellas, las nazarenas, de riguroso negro; después, ellos, nazarenos con sus túnicas blancas y capirotes negros. Abren el camino a los dos pasos, el Sudario y a la Virgen de La Soledad. 

Todo en conjunto adquiere significado, la música, el olor, la liturgia, los pies descalzos del primer nazareno que pisa los adoquines, las lágrimas de jóvenes de la Agrupación Musical que no pueden evitar emocionarse con la primera marcha ya en la estación de penitencia. Quien aguarda a las puertas vive y respira la tensión en los minutos que transcurren hasta que los pasos abandonan el templo, los más complicados, los que permiten que Pozoblanco abrace a La Soledad. El esfuerzo de las cuadrillas de costaleras y costaleros es reconocido con los primeros aplausos que se escuchan y que se repiten cuando finalizan las diferentes marchas. 

Es entonces cuando San Sebastián empieza a quedar atrás, cuando el horizonte comienza a dejar atisba el Cerro, la calle Cronista Sepúlveda o una atestada Carrera Oficial donde se respira ambiente de Viernes Santo. En cada calle se notan esas ganas de Soledad sin que sea una excepción el camino que devuelve al hogar. Es el recorrido de un viernes que no es cualquiera, es viernes de una Soledad que, como tantas otras veces, nunca camina sola.