El año ha comenzado desgraciadamente y de forma apremiante, con violencia machista. Rebeca fue la primera víctima en Laredo, seguida de Leonor (Fuengirola), Romina (Lanzarote), Stefani (Mallorca), Rebeca (Zaragoza)…, y el sábado 25 una más (R.R.R.) en Dos Hermanas (Sevilla). Cuando aún está latente la barbarie de Laura Luelmo, y tenemos gélido el corazón con el medio centenar de mujeres asesinadas en el pasado año –y cerca del mil en los últimos tres lustros–, queda bien patente la asignatura pendiente. La violencia de género y el machismo sigue caminando por sus fueros.  Qué difícil resulta entender el comportamiento de algunas personas en contextos de cultura y desarrollo, pero la realidad nos demuestra día a día –aquí y en otras partes del mundo– que la violencia es una de las facetas inherentes al ser humano; por encima de los parámetros en que nos encontramos de educación, sociabilidad y convivencia, valores democráticos, etc. La violencia desplegada a lo largo de la Historia, en términos generales, es uno de los aspectos mayormente estudiados desde distintas perspectivas (Historia, Psicología, Criminología, etc.), pues nos acompaña de forma insoslayable, sin que comprendamos muy bien dónde reside su sedimento. Dónde se encuentran sus auténticos pilares de sustentación. Con frecuencia se explican las respuestas violentas, y sembradas de brutalidad, al tenor de nuestra naturaleza más animal e irracional, aunque tampoco con ello se abren horizontes a la comprensión de ciertos actos. Los animales más elementales de la naturaleza no cometen atropellos tan descarnados como lo hace el ser humano: es cierto que son violentos defendiendo el territorio y sus vástagos (crías indefensas); a los de su progenie; protegiéndose a sí mismos en situaciones de peligro e indefensión, etc.; pero no se advierten atrocidades contra los suyos a la manera de los humanos (matar por matar; asesinar por ser diferentes..). Tampoco la violencia a las hembras por el simple hecho de su condición de género. No son fácilmente explicables nuestras conductas. Solamente cabría explicarlas con el desagradable argumento de que hemos puesto nuestra inteligencia y maldad al servicio del crimen y del asesinato (no solamente en los avances tecnológicos y el progreso). Nos hemos especializado y cualificado en matar. Es lamentable.

La violencia machista, concretamente, no tiene en absoluto una lectura fácil. Bien es cierto que nuestra cultura occidental en general, y nuestro país en particular, arrastran principios machistas contundentes, asumidos globalmente por innumerables generaciones (de hombres y mujeres) desde fecha inmemorial. Una cultura de la desigualdad y superioridad del hombre frente a la mujer que ha embriagado completamente las esferas sociales, políticas, económicas y culturales.  Durante siglos se han reiterado formas de vida, estilos y conceptos, lenguajes, afectos, actitudes y comportamientos que discriminan claramente a la mujer, que la han subordinado, vejado y humillado sin orden de continuidad. Tales aprendizajes se han asumido y consolidado como formas normalizadas en colectivos sucesivos, que prevalecen en nuestros días. Nada extraña, pues, que sea imposible de suprimir en un pequeño lapso de tiempo tales desigualdades, discriminaciones e indignidades que afectan a la mujer en toda su integridad. Las políticas educativas no son efectivas a corto plazo (o no lo suficiente), porque el bagaje que arrastramos es inmenso y se encuentra en lo más hondo de nuestra conciencia, de nuestra alma, que se ha educado durante cientos de año en principios de desequilibrio e iniquidad; tampoco las iniciativas políticas solventan por ahora tamaño problema con medidas alicortas, puntuales y sin saber muy bien por donde se ataja con la debida eficacia. Menos aun utilizando la cuestión en términos partidistas y maniqueos.  Solo avanzamos con pequeños pasos, inapreciables, que nos dejan complemente frustrados. La impotencia se impone a esta lacra social que es acuciante y no tiene horizonte claro.

Desgraciadamente, los asesinatos de mujeres  se siguen produciendo en términos descarnados. La mujer sigue siendo víctima, por el hecho solo y simple de ser mujer. Resulta incomprensible –como decía más arriba–, e ininteligible para una persona normal, cómo se puede llegar a tal grado de maldad; cómo alguien (que no son enfermos, tienen conciencia y voluntad plena) es capaz de quitar la vida a otro ser humano sin mayores consecuencias; cómo podemos comprender su razón de ser, su vida, marco social o afectación ante macabros asesinatos. Desde luego que hay que tener el corazón sembrado de cristales. Lamentablemente tenemos ante nosotros, como decía, una asignatura pendiente. TODOS

 

Juan Andrés Molinero Merchán. Doctor por la Universidad de Salamanca