Esto no va de buenos ni malos, ni de rojos y azules, ni de derechas ni izquierdas. Esto va de familia, de sentimientos encontrados en un día histórico como el de ayer, en el cual el dictador Franco fue exhumado del Valle de los Caídos. Insisto, va del sentido de familia.

Intentar ponerles cifras a las víctimas de la Guerra Civil Española es muy difícil, una guerra en la que dos bandos enfrentados tuvieron que enterrar a sus víctimas. Unas recibieron honores, otras no. Pero en las guerras siempre hay víctimas por ambas partes, más allá de quien haya sido el vencedor.

No podemos olvidar que a las víctimas de la Guerra Civil, de ambos bandos, se unieron o se sumaron año tras año, durante mucho tiempo después, las víctimas de la represión franquista, y sí, esos muertos ya son todos atribuibles a Franco, a nadie más.

Pero esto no va de buenos ni malos, repito, va de sentimientos de las familias. Ayer los Franco decían que la exhumación de su abuelo era una profanación. Lo sacaron en un acto solemne, y junta toda la familia lo llevó, con ayuda del Gobierno, al panteón familiar donde reposan los restos de su esposa. Y viendo esas imágenes en las que se dejaba traslucir el enfado de la familia Franco, no podía dejar de pensar en mi abuela Adoración. No creo que a ella le hubiera gustado que su nombre y el del dictador apareciesen en la misma frase, pero ella ya está muerta. Murió más de 40 años después de que su marido y mi abuelo fuera fusilado en diciembre de 1948. Murió como vivió, en silencio, un silencio provocado por el miedo.

Mi abuela tuvo que criar ella sola a sus 4 hijos desde el día que se llevaron a mi abuelo, la mayor de 13 años y la más pequeña con apenas 1 año. Una más de las miles de tristes historias familiares de la postguerra. Y el silencio se apoderó de ella. Nunca habló de la muerte de mi abuelo, nunca quería relatar lo que sucedió, tenía miedo. “En aquella época no se podía hablar” dice mi madre cuando le pregunto sobre sus recuerdos. ¿Os imagináis? No podía hablar, no podía decir lo que sentía en voz alta. Algo que hoy en día resulta impensable.

Yo era demasiado pequeña cuando mi abuela murió, nunca pude preguntarle qué sentía sobre el fusilamiento de mi abuelo. Todo era silencio. Y ahora, intento imaginar qué sentía mi abuela, cuando le mataron a su marido, todo el tiempo que tuvo que vivir en una calle que se llamaba Generalísimo, viviendo con miedo a más represalias, cuando su hermano se exilió a Francia con su familia, cuando murió sin poder descansar junto a su marido. Sola en su tumba, con una lápida mentirosa en la que sus hijos quisieron poner la foto y el nombre de mi abuelo, porque nunca pudieron llevarle flores.

Y todo se empañó con el olvido más amargo. Pero un día, con la Ley de Memoria Histórica algo cambió. Mi tío se empeñó en recuperar a su padre, para dejar de tener esa amarga pesadilla que se repitió toda su vida, cuando recordaba el día que se llevaron a su padre y nunca más volvió. Y su empeño fue el resorte que toda la familia necesitaba para ponerse manos a la obra. Y nunca hemos estado más unidos que entonces, decididos a devolver a mi abuela su marido, aunque ella nunca pudo imaginar en vida lo que fue posible muchos años después.

Nuestra familia pudo recuperar los huesos de mi abuelo, y por fin, dar sentido a la lápida de mi abuela. Ya sí decía la verdad, ya sí estaban juntos. Pero, ¿cuántos se han quedado en el olvido? ¿Cuántas familias aún no saben dónde están sus familiares asesinados? ¿Cuántas fosas comunes quedan por desenterrar? Y pensando en ellos, porque nosotros fuimos afortunados, tarde, pero al fin y al cabo afortunados, no puedo si no tener un sentimiento agridulce por lo sucedido ayer. Alegría porque el dictador está donde debía haber estado desde un principio, y tristeza por todos los que aún no descansan en paz.