Llamazares es Llamazares. La lectura de las obras del autor castellano nos dejan siempre meditabundos. Con su última novela nos desplaza con hechos sencillos al intrincado mundo del escritor, convertido en narrador a ultranza. Un amigo del periodista ha muerto –en la novela– dejando obras inéditas, y buscar las razones existenciales les basta y sobra para crear un argumento de enjundia sobre la escritura y sus motivaciones. Como dice alguna crítica atinada, sus escritos casi siempre son un acontecimiento, y es verdad. La nueva obra de Julio Llamazares tiene bastante de sus orígenes, de ese narrador de hondura que indaga las entrañas de los hombres.

El título es ciertamente magnífico y clarificador, elocuente hasta la saciedad, con genética filológica gallega y trascendencia en forma y contenido: el escritor es Vagalume (Alfaguara, 2023) la luciérnaga de la noche que son (y somos) todos los escritores…, cuando los demás duermen; los náufragos de la noche. Perdidos en el silencio del tiempo, increpando a la razón, vida y existencia…, las verdades e incertidumbres de los hombres. Llamazares escribe poco (Literatura con mayúscula…), pero cuando lo hace tiene un punto de personalidad propia indiscutible. Es un escrutador del alma humana, desde la ingenuidad más aparente…, pero llega muy lejos. La historia, las historias, son siempre una excusa para perforar el interior de los hombres, para viajar con desasosiego por los recovecos más recónditos. Cuando miras al escritor leonés, huidizo y cabizbajo, tímido en exceso y como no queriendo hablar, sabes casi siempre que esconde mucho; que tiene bastante que decir; qué masca con denuedo los pensamientos y cuando habla penetra profundo en lo más adentro de nosotros mismos.

Llamazares es un espeleólogo de nuestro pozo más intrincado del alma; a él nos hace llegar con historias de apariencia sencilla…, parecen, pero que son escurridizas y aristadas desde lo más simple de la forma a lo más profundo del contenido. Tiene el poeta, porque eso es lo que más le gusta –hasta cuando lo hace con narrativa sencillota de trazo corto–, necesidad siempre de sentenciar verdades filosóficas milenarias, dichas como si nada, como si fueran novelas de mesilla. Vagalume se lee de un tirón. Engancha y resulta fácil la lectura, pero precisa siempre de media vuelta hacia atrás, para captar la auténtica esencia de las aparentes simplezas. Es una novela de formato corto pero de luces largas, intrigante de necesidad, y oficio en el género, pero pausada y alicorta en secuencias, que se distribuyen con arbitrio meditado, templado sosiego factual y bien calibrado en esencias. De formato neto con introducción, nudo y desenlace, sin mayor aparato ornamental. Quizás, el pero más grande se encuentre en ese desenlace desvaído sin forma estridente, porque es reincidente en la carga afectiva que presume la trama, emocional y filosófica, pero de escuálido bombo en la novela para crear un final más brioso y contundente. Llamazares no admite, sobra decirlo, contrapuntos de análisis quisquillosos, porque dice lo que quiere y como quiere decirlo.