El día de Reyes constituye, qué duda cabe, una de las fiestas álgidas de la tradición cristiana occidental (Adoración de los Reyes Magos).  La significación sigue siendo grande, a pesar de que los tiempos que corren haya dejado de lado el sentido religioso, e incluso de que la competencia esté servida en un auténtico pugilato contra el Papá Noel, que viene engrandecido en loores de regalos y dádivas en los primeros días de Navidad.  Con todo ello, los Magos de Oriente siguen siendo un referente incontestable entre pequeños y mayores. La iconografía tradicional de los tres reyes apenas si puede soslayarse ni con los mayores incentivos de nuestros tiempos, porque los tenemos incrustados en lo más hondo de nuestro imaginario. Melchor, Gaspar y Baltasar mantienen vigente la imagen iconográfica tradicional, maravillosa imagen, con mayor o menor ornato de rudimentos al uso. No discuto que hoy constituyan un baluarte de regalos para los niños, obsequios entre mayores, cortesías entre conocidos, etc., porque ciertamente la sustancia mayor de la festividad ha quedado en ello. Sin embargo, quienes de pequeños vivimos –hace algún tiempo– la tradición más señera, tenemos muy bien aprendida la historia de unos seres mágicos que tuvieron un papel relevante en la crónica navideña: procedencias diversas de Oriente (Africa, Asia…), diversidad fisionómica (barbas, piel…) y riquezas de otros continentes para ofrecer al niño las variedades mineralógicas de oro, incienso y mirra, con sus correspondientes mensajes y conceptualizaciones cristianas (oro como Rey; incienso como Dios, porque la resina se quemaba delante de los dioses; y mirra como hombre, porque con ella se embalsamaba a los muertos); la intrigante estrella que guía los Magos y la desestabilizadora leyenda de Herodes El Grande, rey de Judea, enterándose del nacimiento del futuro rey que tal vez le destronaría; y el triunfo final de los Reyes – advertidos por el ángel de cambiar la ruta–, encontrando entre los pastores al niño en un portal de Belén, en humilde aposento.

Los Reyes Magos –digo– ha conformado en la tradición pictórica occidental una panoplia ingente de iconos magníficos que transitan desde la Edad Media al Barroco y Contemporaneidad con lenguajes artísticos diferentes (colores, composiciones, estilos…), pero con mensajes unívocos que ratifican el imaginario colectivo. Elideario artístico del misterio de la Epifanía aparece tempranamente (Catacumbas, Evangelios Apócrifos, mosaicos s. VI…), aunque la conformación que tenemos in mente es medieval y definitoria en la Modernidad (Masaccio, Fra Angelico, Gozzoli o Botticelli, en Italia; Van der Weyden, Memling, El Bosco y Rubens, en Flandes, y El Greco, Velázquez…), con la definición completa de nombres e iconografía que conocemos (Melchor, Gaspar, Baltasar). La significación del pasaje es, sobra decirlo, de profunda conceptualización y tal vez no sea ahora el lugar idóneo de explicar los profundos mensajes y variedad de símbolos. No obstante, sí que resulta motivador aludir al tráfago de regalos, nerviosismo e ilusión que tanto suscita en niños y mayores. Más allá del valor crematístico, los Magos de Oriente despiertan siempre un halo de inquietud en niños y  emotividad incontenida en mayores. El dispendio de informaciones actuales, cabalgatas, regalos y caramelos a espuertas nos dejan actualmente una imagen bien distinta de la de antaño, mucho más prosaica, alicorta e imaginativa a la que teníamos. Los niños de hace algunas décadas no pedíamos el dispendio de juguetes y artefactos de hoy en día; no teníamos las abultadas imágenes de la televisión ni del exceso de imágenes de la actualidad; no pedíamos excentricidades ni abalorios al uso de la actualidad; pedíamos con cartas escritas a mano, bien limitadas al encabezamiento, lo que nuestros padres querían para nosotros. La tiranía actual de la infancia no existía en el dispendio juegueteril, técnico ni informático actual. Al corto tiempo de infancia sucedía siempre el despertar del sortilegio de los Magos. Los niños más avezados, con crueldad mayúscula, nos advertían prontamente del engaño de los Reyes Mayos, aludiendo al díscolo disparate de que eran los Padres quienes nos ponían los regalos. Qué crueldad. Nunca les creí. Siempre seguí pidiendo y creyendo, sin orden de continuidad. Siempre me ha sorprendido (negativamente) que muchos no comprendieran la verdad.

Los Reyes Magos no son ni fueron nunca una ilusión efímera. Los Reyes Magos existen como nosotros mismos. Quienes no creen en cosas tan sencillas  difícilmente pueden esperar nada. En nuestras manos está siempre convertir el mundo en una realidad mágica, que nos pueda traer regalos (o mejoras de algún tipo), y que nosotros podamos darlos; que podamos hacer día a día una realidad mejor, sin que caiga del cielo, pero que sea creíble; que podamos imaginar un mundo mejor para todas y todos desde la ingenuidad más grande. Los Reyes Magos nos permiten creer que podemos ser mejores, que podemos ser más grandes…, que  debemos mejorar el mundo. Los Reyes magos, que todos acabamos siendo, somos los auténticos protagonistas de la magia. Es tan sencillo como eso.